miércoles, 24 de diciembre de 2008

La bella durmiente

Ding dong.

Cada día, al abrir la puerta de la cafetería, un sonido avisaba de que un cliente nuevo entraba. Cuando ese cliente era yo, ella sonreía.

Aprovechaba mi presencia allí para tomarse su descanso y afuera, junto al cristal, sorbíamos los dos un capuchino recién hecho. Yo apenas sabía nada de ella. Hablábamos de temas banales, pero un día la vi desoladamente triste.

--¿Qué te pasa?
--Me duele aquí, y me tomó la mano hasta conducirla un poco más arriba de su pecho izquierdo.
--¿Y sabes por qué?
--No. No lo sé.

No se me ocurrió otra forma de consolarla que relatarle un cuento.

"Erasé una vez una princesa perdida en un país extraño. Iba a lomos de un caballo negro..."

--¿A dónde iba?

--Ni ella lo sabía. Sabía que buscaba algo, pero no sabía el qué.

--Aja. Continúa.

************

Al día siguiente, lo primero que hice fue preguntarle.

--¿Cómo estás?
--Me duele... Quiero que sigas con el cuento.
--Como quieras.

"Un día, la princesa llegó a un pueblo extraño. Las casitas era muy bajas y todos los hombres, iguales. No había ninguna mujer, y todos los hombres eran extrañamente bajitos y rechonchos, con bombín, todos con el rostro exactamente igual, hinchado, y los ojos muy pequeños. Quiso hablar con alguien para preguntar no sabía bien el qué, pero al notar una tenaz indiferencia resolvió marchar. Y cruzó el pueblo"

****************

--Pero, ¿qué busca la princesa?
--Ya te lo dije. No lo sabe. ¿Te sigue doliendo ahí?
--Sí.
--¿Es fuerte?

Ella sonrió dulcemente y yo pensé que era imposible que una sonrisa así pudiera sentir dolor.

--Es invisible, respondió, enigmática.

--Continúa, me dijo.

"La princesa llevaba días ya viajando a lomos de su caballo, en esa búsqueda sin nombre ni apellidos que había empezado. Una noche, la luna se le acercó como a un metro de su rostro, y se puso a hablarle, como nos podría hablar a ti o a mí. Princesa, le dijo, ¿sabes de qué reino eres, sabes quién es tu príncipe, sabes a qué perteneces? La princesa le dijo a todo que no, y de la luna salió una pequeña lágrima. No llores, le dijo la princesa. Seguro que encuentro mi camino. La luna le dijo que le seguiría allá donde fuera y que podía contar con ella para lo que quisiera".

*****************

En los días siguientes seguí con mi cuento: relaté cómo la princesa había amansado a las ratas que se habían apoderado de una pequeña aldea; cómo un apuesto príncipe había querido llevársela a su reino y cómo ella había huido al galope por el bosque más frondoso que viera ojo humano; cómo una pitonisa le había dicho que iba a encontrar lo que buscaba si caminaba por el desierto cuarenta días y cuarenta noches. Y así lo hizo, pero no encontró nada. Días y días, meses y meses, años y años, a lomos de su caballo, bajo el sol y la lluvia, la nieve y el granizo, el viento y la brisa. Un día indeterminado cayó al suelo, desfallecida.

--¿Y qué pasó?
--Se quedó ahí
--¿Muerta?
--Dicen que si un príncipe la besa despertará, pero yo personalmente creo que eso es un mito. Ella sigue ahí, tumbada, y nadie sabe si muerta o dormida.

***********************

--¿Te sigue doliendo?
--Sí
--¿Algún amor del pasado?
--Seguramente.

Otra vez sonrió. Yo acerqué mi boca a sus labios y la besé. Ella cerró los ojos y aceptó mi oferta, pero cuando terminó aquel instante infinito su mirada me dijo: no.

Nunca volví a aparecer por la cafetería. No sé si a ella ha dejado de dolerle, ni siquiera sé si le gustó mi cuento, pues nunca me dijo nada. Sólo sé que nunca, nunca más, tendré tantos deseos de besar a alguien como a ella aquel día en el que la vi por última vez.

lunes, 22 de diciembre de 2008

Microrrelato (2)

Mi primo y yo solíamos hacer algo de senderismo los sábados por la mañana. Un día, caminando entre olivares, vimos a unos obreros que trabajaban en algo extraño, una especie de arco del triunfo en medio de olivos. Pregunte:

--¿Y esto?

--Nuestro jefe, que anda un poco mal de la cabeza.

--¿Cómo?

--Sí, ha ordenado construir diez puertas en su finca. Esta es la segunda. Todo porque un día alguien le dijo que no se podían poner puertas al campo. Y el muy cabezón respondió: ¿cómo que no?

miércoles, 17 de diciembre de 2008

El impostor

Examinó los contadores de la luz de aquella vivienda y, con unas tijeras, cortó cables a diestro y siniestro, sin importarle si eran verdes o rojos, gruesos o finos. Todo un estropicio, aunque antes, muy educado, había avisado a todos y cada uno de los vecinos de que iba a cortar el suministro de electricidad.

Satisfecho, escribió de inmediato el parte: "Mal estado del cableado general. Necesita una revisión en profundidad. Se requiere instrumental más especializado, así como revisión de las estructuras para comprobar el cableado. Posible necesidad de inspección en el subsuelo. Fdo: Fulgencio López".

Fulgencio entregó su escrito en administración central y nunca más volvió a pisar aquellas dependencias. Su atentado contra los contadores de la luz de aquella vivienda fue su extraña y particular venganza contra la oficina de empleo por haberle llamado para trabajar de instalador electricista cuando en realidad él es licenciado en Derecho.

lunes, 15 de diciembre de 2008

Homenaje a Benedetti

Un hombre viejo, de esos a los que les gusta que les llamen viejos porque son viejos y no ancianos ni mayores, toma un café a media mañana en el bar donde toma un café todos los días a media mañana. No se ha peinado, alguna mancha se le ve en su camisa usada, sus gafas de alta graduación están manchadas por sus huellas dactilares, sus dedos tiemblan cuando mueve la cucharilla para disolver el azúcar. Lo bebe lento.

A su lado tiene un libro, su libro, un libro de Benedetti titulado 'La borra del café'. A esas alturas de su vida, leer es la única ocupación que le produce placer. Lee a todas horas, en casa y en la calle, cuando hace algo y cuando no hace nada. Tiene la buena costumbre, arraigada desde su niñez, de apuntar en una libreta, de todos los libros que lee, aquellas palabras que no entiende o que, por una u otra causa, le llaman la atención.

Toma su bolígrafo y apunta. Remanente: aquello que queda de algo.

Mira atónito el fondo de su taza: azúcar mojado y algunas partículas de café que se han resistido a la disolución. Introduce el índice de su mano derecha en el recipiente y se lo lleva a la boca. Comprueba que el sabor es dulce, muy dulce. Y apunta en su libreta. Remanente: el dulce de la borra del café.

sábado, 13 de diciembre de 2008

Felicidad


Aquí estoy. Es una fotografía de ayer. Paula me mira risueña y al mismo tiempo irónica, como diciendo: qué rídiculo estás con ese sombrero de cowboy, pero así, ridículo y todo, eres mi hombre. Yo me pongo en mi papel y sólo sonrío por la parte derecha de mis labios. En realidad, sólo me hago el interesante. Paula, sin embargo, obvia la cámara por completo y sólo tiene ojos para mí. Pudiera parecer que yo soy el gran protagonista de la fotografía (encima, ella es mucho más bajita que yo), pero yo no lo veo así. Es cierto que la primera vista de cualquier observador se dirige a mí, pero yo me digo que ella es como otra luz que me ilumina, otra luz además de la de la cámara. Sin luz no hay objeto y vale más tener luz propia que vivir del destello ajeno.



Aquí hace dos años. Es mi último partido de fútbol en el barrio, antes de la retirada definitiva. Es el minuto 46 de la segunda parte y acabo de marcar un gol. Se diría que es un final feliz, pero es mentira. En ese preciso instante me di cuenta de que los finales felices no existen. Un final nunca es feliz, porque en los finales siempre dejas cosas que amas atrás y yo dejé los domingos en los que jugaba al fútbol con mis amigos. Esta es una foto que aprecio por su valor metafórico: unos cuantos hombres de pelo en pecho amontonados, tanto que parecemos un sólo ser. A mí no se me ve. De tanto abrazo, mi presencia se difumina hasta hacerse invisible.


Hace diez años. Llueve, vaya si llueve. Con una chamarreta verde, corro (o salto, no sé) hacia ninguna parte, en un suelo repleto de hojas secas, con una botella de whisky en la mano. Ni con lupa consigo ver qué marca es. En un segundo plano, Pedro da vueltas sobre sí mismo con las manos extendidas y mirando al cielo. Qué mojado está. ¿Qué sería de él? Le perdí la pista. Antonio, Lucas y Paula, que aún no era mi novia, están ahí esquinados, resguardados bajo un árbol frondoso, ajenos por completo a nosotros. La fotografía está borrosa, quizás porque no había luz suficiente, lo cual le da aún más encanto. Dice Paula que ya podía haber venido un huracán entonces que yo hubiera seguido dando vueltas sin sentido. ¿Estaba borracho?, le pregunto cada vez que vemos juntos la imagen. "Qué más da. No es lo mismo beber para curar las penas que beber para celebrar la vida. Y eso hacías tú".


¿Cómo es posible que un complicadísimo proceso celular pueda tener algún significado emocional? Me voy a explicar: técnicamente, un ojo es una conjunción de células, cada una con una función, capaces de crear pequeños órganos (el iris, el cristalino) y de transmitir información al cerebro. ¿Incluso la tristeza, incluso la alegría, o incluso la bondad o el vacío? Es un misterio, y es lo que me pregunto cuando veo este primer plano. Tenía yo quince años. Parece que acabo de descubrir el mundo, y todavía no salgo de mi asombro. Ahora, mientras escribo, lo veo: no, no estoy asustado. Estoy procesando toda información, todas las emociones, todas las experiencias que se me vienen encima, y me pregunto si estoy preparado para asumirlas. En la foto hay sorpresa y ansiedad por vivir. Por vivir ya. Debe ser un fotomatón, porque sólo mirándome a un espejo, o a algo parecido, puedo tener esa sensación. Paula dice que me como mucho el coco y que en esa foto se ve a un adolescente, nada más. Quizás Paula tenga razón.
La felicidad es creer de verdad que eres un superhéroe de los que salva al mundo. Ahí estoy, en mi casa familiar, desafiando a mi padre, el fotógrafo, con una espada de plástico. Me han disfrazado de El Zorro. Cuando uno es niño, cree que nada es imposible. De verdad. Nos hacemos mayores y hacemos el esfuerzo de creer esa idea tan hermosa, pero cuesta tanto... De niño es todo tan fácil. Te disfrazas de El Zorro y eres El Zorro. Cualquier posibilidad es real, hasta creer en los Reyes Magos. El disfraz me lo regaló el Rey Gaspar, a quien le escribí una carta de agradecimiento que aún conservo. Después fui El Zorro y creo que por unos años salvé al mundo.

Si resumieramos nuestra vida por las fotos que nos hicieron sería todo alegría y placidez. No conservamos imágenes del entierro de nuestros seres queridos, ni de la firma del divorcio, ni de cuando de niños llorábamos por las cosas más nimias, ni de cuándo estamos enfermos en el hospital. Si muero, me gustaría que mi reencarnación fuera pasear por un álbum de fotos y volver a ser todo lo feliz que fui tantas veces. Volver a ser El Zorro y el adolescente asombrado y ansioso, volver a emborracharme para celebrar la vida, volver a jugar al fútbol con mis amigos por el placer de estar con mis amigos, y volver a enamorarme de Paula, y volver a sentir que ella es mi luz.

jueves, 11 de diciembre de 2008

Niños (bis)

A petición de una amiga voy a cambiar a tiempo presente uno de los relatos que escribí, 'Niños'. Igual que ella, creo que queda mejor así.


La abuela Luci se queda al cuidado de los niños mientras Ángela visita a Luis.

El vestíbulo del hospital es un barullo de ir y venir de gente. A un lado y al otro del pasillo de entrada, decenas de personas esperan, con paciencia o impaciencia, solos o acompañados. El murmullo general es de tono bajo. Parece como un susurro gigante.

Tania y Oscar ven en aquel escenario la oportunidad ideal de jugar al escondite. Mientras Luci hace punto de cruz, con un ojo en la lana y otro en los niños, Oscar se pega de espaldas a una de las esquinas del vestíbulo y comienza a contar. Uno, dos, tres, cuatro, cinco... Entonces, gira su cuerpo y comienza a buscar.

Tras un primer intento infructuoso, se pone a gatas y se desliza entre las piernas de la variable multitud. De pronto, ve a Tania y los dos comienzan una carrera enfurecida por el vestíbulo. Chocan con al menos tres personas que van por el pasillo central, y todos miraban sonrientes, con sonrisas amplias algunos, y tristes o apenas atisbadas otros.

Luci empieza por nombrarlos y acaba por gritarles. Se levanta, y Tania la usa como escudo, unas veces a su espalda, otras de frente, mientras Óscar da vueltas alrededor de ella, unas veces en el sentido de las agujas del reloj y otras en contra. Tania y Óscar terminan uniendo sus frentes en un golpe sonadísimo. Ninguno de los dos llora, pero más que nada por no terminar de una forma tan ridícula el juego que han empezado.

Justo tras el choque, aparece Ángela.

--Oscar, Tania, vais a ver a vuestro padre. Vamos.

Pero Luci le cuenta lo sucedido y Ángela mira a Tania y sube el flequillo de Óscar hasta convertirlo en una cresta.

--Tienes un chichón. Vamos a buscar algún médico.

Tania pregunta:

--¿Cómo está papá? Ángela la toma de una mano y aprieta fuerte.

--Ahora lo vas a ver.

Y entonces susurra, triste, "os quiero".

Y los niños fingen que no la escuchan.

domingo, 7 de diciembre de 2008

El amor de tu vida

Dicen que el amor de tu vida es áquel que te quedas para siempre.

No.

El amor de tu vida es el que te hace llorar hasta que quedas seco. Puede que después encuentres un refugio entre tanta lluvia, alguien a quien te acostumbres de tal forma que ya no puedas pensarte sin él. Pero el amor de tu vida no es ese, es otro. Es áquel, dijo Cernuda, cuyo nombre no puedes oír sin escalofrío, por el que irías al infierno, por el que ya fuiste al infierno una vez. Y no querrías volver ese lugar, pero sí a él. O no. No lo sabes.

Estás pensativa hoy, fría con todos, sientes que tu cicatriz, ya invisible, puede abrirse otra vez. Lo viste, intercambiaste un par de impresiones con él, os pusisteis al día, él con mujer y niño, tú con marido y niña, los dos en esa rutina que nunca soñasteis cuando soñabais con conquistar juntos el mundo, él y tú.

Dejas de lado tus sentimientos, eso es pasado, piensas, y piensas fría, matemática. No, no, ahora sí eres feliz, quizás no has conquistado nada, pero tampoco la vida consiste en eso y de joven eres inconsciente, no ves claro. Sientes nostalgia del pasado, pero no cambiarías nada ahora, ahora no. Ahora ya, en realidad, no lo echas de menos, es decir, no lo echas de menos como para ser suya otra vez, lo cual es novedoso, porque muchos años después de abandonarte todavía sentías en sueños el rumor de su voz en sus oídos, y eso era una pesadilla al despertar.

Sin embargo, hay una cosa que harías ahora mismo, sin dilación, y sientes la necesidad animal de hacerlo. Un abrazo, un abrazo, nada más que eso, un abrazo largo, profundo, que te deje en un estado tal de relajación que hasta tengas sueño. Eso es lo único que echas de menos...

sábado, 6 de diciembre de 2008

Ventrílocuo

Pongamos que esta vez sí sitúo mi cuento en un tiempo y un lugar. Tiempo: por ejemplo, un día cualquiera de diciembre, víspera de Navidad. Lugar: la calle Sierpes, en Sevilla.

Pongamos que pasa lo que pasa todos los días por esas fechas. Unos cientos o unos miles de personas pasean por Sierpes entre luces festivas y envoltorios de regalos. Jóvenes de una parroquia cantan villancicos al son de una guitarra. Una mujer disfrazada de Papa Noel reparte la publicidad de una óptica entre los viandantes. Se ha colado en la Navidad un pistolero del oeste pintado de blanco: sólo empuña su arma cuando alguien hace sonar sus monedas en su recipiente de hojalata. Tres ucranianos afinan dos violines y un arpa frente a la entrada del belén del Círculo Mercantil. A unos tres metros está Mario, el ventrílocuo.

Mario viste de esmoquin, chaqueta negra e inmaculada camisa blanca, y una pajarita roja púrpura que da el tono anticeremonioso al conjunto. En una caja de embalar con el sello Mercadona están sus 'amigos': el gato Puskis, negro, delgado y siempre con la sonrisa en la boca, un gato atípico, confiado y nada curioso; la rana Melqui, que dado su tamaño más bien parece un sapo, pero Mario interpretó, por su dulce ternura, que era rana, una rana gorda y solterona que busca alguien que ame sólo el interior; y la retorcida brujita Meri, una aprendiz de las artes oscuras famosa por absurdos trucos que hacen dudar de su magia. Y de que sea bruja.

Los tres llevan años trabajando con Mario, y Mario ya no sabe cómo hacer para atraer a un público ya muy cansado de los mismos chistes, de los mismos personajes, de la misma rutina. No quiere matarlos, porque sean útiles o no les ha cogido cariño y para Mario ya son como de la familia. Pero sabe que debe inventar algo nuevo, algo realmente sorprendente, algo que rompa con todo lo que ha sido el arte del ventrílocuo a lo largo de todos los siglos. Mario exagera, pero hay que entender que su imaginación siempre está desbordada.

Se le ocurrió la idea cuando, al llegar a su puesto habitual, contempló el escaparate de la zapatería. ¡Zapatos!, dijo. ¡Zapatos! ¡Zapatos!, repitió. Entro como un rayo en la tienda y pidió una caja, sólo una caja. Ese día actuó como todos los demás, pero no veía el momento de llegar a casa. A la noche, ya refugiado en su hogar, Mario esbozó con rotulador azul una boca, una nariz y unos ojos en la caja de zapatos. Con unas tijeras, y mucho cuidado, recortó sobre lo pintado e hizo colgar unas canicas diminutas en los ojos. En el hueco de la boca situó un trozo de gomaespuma, que, doblado hacia adentro, simulaba la cavidad bucal. Sólo quedaba un nombre y no se complicó mucho: zapi.

Zapi fue un éxito tal que Puskis, Melqui y Meri fueron desde entonces meras comparsas. Mario fue moldeando su personalidad: Zapi, por ejemplo, creía ser un guapo y atractivo actor de Hollywood y nunca se había mirado a un espejo. Zapi era galante, fanfarrón, con ribetes de viejo verde, tierno a veces, arisco otras. Zapi buscaba entre los paseantes de la calle Sierpes a su media naranja y una vez creyó encontrarla pero se ella se escabulló entre risas. Zapi salió una noche en televisión y fue fotografiado en prensa.

Todo cambió un día de enero, feo, de viento y lluvia feroz. Apenas había nadie por la calle y ni Mario sabía por qué había ido a trabajar. Se guareció bajo una marquesina y tomó a Zapi de su mano y lo hizo hablar y hablar, y algún alma de caridad se paró a mirar, pero pronto la calle se quedó vacía. Llovía a mares, y aún resguardado, Mario tenía su esmoquin empapado.

Cuando fue a mirar la caja de cartón para dejar a Zapi, vio estupefacto, unos metros más adelante, cómo puskis, Melqui y Meri corrían calle abajo, mojadísimos.

Mario sólo acertó a decir:

--¿Pero dónde vais? ¡Vais a coger una pulmonía!

Miró a Zapi y Zapi hizo: aaaachissss.

--Vamos a casa, antes de que te resfríes

Mario descolgó el teléfono y llamó a la Policía para denunciar que tres muñecos de peluche andaban sueltos por la ciudad, y que como no estaban bajo su supervisión no respondía de su comportamiento...

martes, 2 de diciembre de 2008

Microrrelato

--Laura, me voy a tomar un café.

Y partió rumbo a Buenos Aires para nunca más volver.

sábado, 29 de noviembre de 2008

Fríos

Está el frío de tus besos, el de tus excusas, el de tus engaños. Está el frío del trabajo, el de la rutina, el frío del compañero, o de tu jefe; el frío el de tu despido. El frío del vecino que dice hola con miedo, o con asco; el frío en la sangre del torturador, o del asesino. El frío del olvido, el frío que te recuerda que ya no estás vivo, aunque sí estés vivo. Está el frío de ver que pasas por ahí sin ser visto. El frío de una muerte inesperada. El frío de saber que sabes demasiado, el frío de saber que todo se repite, que nada es nuevo.

Después, también está el frío de una mañana de invierno, el de la bufanda hasta la nariz, el del el vaho que sale de tu boca cuando saludas al vecino. El frío de sus labios cuando ella te besa. El frío de llorar de frío, de reír de frío, de cantar de frío, de gritar de frío.

miércoles, 26 de noviembre de 2008

Lencería femenina

Cruzó sus ojos con los de la dependienta, por si se acordaba de él, y si era así ella simulaba con la discreta perfección de una secretaria de lujo.

--Señorita, decía él con impostada voz de caballero inglés. O así se imaginaba.

--¿Sí?, respondía ella, profesional, impecable.

--Es para un regalo, replicaba él en voz bajísima, y no guiñaba un ojo porque le parecía impropio.

Y ella adoptaba la indiferente sonrisa curtida en la experiencia de ver a cientos de hombres decir lo mismo, una y otra vez.

El hombre compró un liguero rojo de piel de ángel y un sujetador negro de terciopelo, con pulcros y sugerentes bordados. Metió las dos piezas en una minúscula bolsa rosa, la cual a su vez introdujo en otra mayor, de El Corte Inglés.

Llegó a casa cansado, con el deseo de dormir la siesta tras un día terrible de trabajo.

--¿Qué tal el día?, le dijo su mujer desde la cocina, justo cuando él colgó la gabardina del perchero.

--Bien, un poco estresado, tengo que entregar el trabajo mañana, le dijo él a su mujer mientras ella le daba un beso con sabor a arroz con pollo.

Terminó de almorzar y él anunció que iba a descansar en el dormitorio.

Permaneció en duermevela unos minutos, hasta que sintió el ruido inconfundible del pomo de la puerta.

Se levantó de la cama. En la mesa del salón había una nota:

"Me voy a trabajar. No te olvides de llamar al seguro. Besos"

A continuación, lentamente, sacó la bolsa rosa de la bolsa de El Corte Inglés y sacó a su vez el liguero y el sujetador. En el mismo salón se desnudó al completo y se probó las dos prendas.

Volvió otra vez a su cama, con el liguero y el sujetador bien ajustados a su cuerpo, y su sueño fue plácido hasta la media tarde.

lunes, 24 de noviembre de 2008

Niños

La abuela Luci se había quedado al cuidado de los niños mientras Ángela visitaba a Luis.

El vestíbulo del hospital era un barullo de ir y venir de gente. A un lado y al otro del pasillo de entrada, decenas de personas esperaban, con paciencia o impaciencia, solos o acompañados. El murmullo general era de tono bajo. Parecía como un susurro gigante.

Tania y Oscar vieron en aquel escenario la oportunidad ideal de jugar al escondite. Mientras Luci hacía punto de cruz, con un ojo en la lana y otro en los niños, Oscar se pegó de espaldas a una de las esquinas del vestíbulo y comenzó a contar. Uno, dos, tres, cuatro, cinco... Entonces, giró su cuerpo y comenzó a buscar. Tras un primer intento infructuoso, se puso a gatas y se deslizó entre las piernas de la variable multitud. De pronto, vio a Tania y los dos comenzaron una carrera enfurecida por el vestíbulo. Chocaron con al menos tres personas que iban por el pasillo central, y todos miraban sonrientes, con sonrisas amplias algunos, y tristes o apenas atisbadas otros. Luci comenzó por nombrarlos y acabó por gritarles. Se levantó, y Tania la usó como escudo, unas veces a su espalda, otras de frente, mientras Óscar daba vueltas alrededor de ella, unas veces en el sentido de las agujas del reloj y otras en contra.

Tania y Óscar terminaron uniendo sus frentes en un golpe sonadísimo. Ninguno de los dos lloró, pero más que nada por no terminar de una forma tan ridícula el juego que habían empezado.

Justo tras el choque, apareció Ángela.

--Oscar, Tania, vais a ver a vuestro padre. Vamos.

Pero Luci le contó lo sucedido y Ángela miró a Tania y subió el flequillo de Óscar hasta convertirlo en una cresta.

--Tienes un chichón. Vamos a buscar algún médico.

Tania preguntó:

--¿Cómo está papá?

Ángela la tomó de una mano y apretó fuerte.

--Ahora lo vas a ver

Y entonces susurró, triste, "os quiero", y los niños fingieron que no la escuchaban.

sábado, 22 de noviembre de 2008

Café y media con mantequilla

--Un café con leche y media con mantequilla.

Paco creyó, en ese momento, que era la primera vez que veía a ese hombre. Se acodó en la barra, con un grueso abrigo gris, una bufanda desanudada y un gorro verde de lana, a modo de boina. No era un día especialmente frío, y esa indumentaria tan invernal fue, precisamente, lo que despertó quizás la atención de Paco, que, por otro lado, estaba acostumbrado a ver gente nueva todos los días.

Al día siguiente, el hombre volvió a aparecer.

--Un café con leche y media con mantequilla.

Y volvió a acodarse en la barra, con la misma protección frente al tímido frío otoñal que había portado el día anterior.

Paco comenzó a fijarse. Aquel hombre tendría unos cincuenta años. El cabello que sobresalía de la gorra era cano, y su rostro estaba muy marcado por la abundancia de surcos. Paco, que no es nada dado a la deducción psicológica, concluyó que era un hombre vivido.

Al día siguiente, igual.

--Un café con leche y media con mantequilla.

La fuerza de la costumbre hizo que ya ni siquiera le hiciera falta hablar. A la semana, Paco ya había mecanizado los movimientos para hacer el café y tostar el pan cada vez que atisbaba la aparición de aquel señor, siempre, siempre igual vestido, y carente, pensó Paco, de cualquier deseo de hacer o decir algo que no fuera degustar su pan y tomar su café.

Un día, Paco, muy poco dado a la psicología, tuvo pensamientos para sus ojos azules. Hundidos, pensó Paco, hundidos, pero vivos, volvió a pensar.

Aquel hombre se convirtió en paisaje del bar durante años, e incluso en verano llevaba el mismo vestuario. Nadie lo conocía en el vecindario, pero eso no evitaba que se hablara de él. En invierno pasaba desapercibido, pero en verano todo el mundo creía que estaba loco.

Un día, no apareció. Paco siguió trabajando como si nada, preparando sus tostadas y sus cafés de la forma rutinaria en la que lo había hecho siempre. Tampoco apareció al día siguiente, ni al siguiente, ni al otro. Ni nunca. Paco pensó en él, alguna vez, algunas veces, pero apenas dijo nada, y si comentó el tema fue ese un comentario como cualquier otro.

Paco, que no era nada dado a la deducción psicológica, siguió trabajando como si nada, preparando sus tostadas y sus cafés de la forma rutinaria en la que lo había hecho siempre.

lunes, 17 de noviembre de 2008

Kim

Hola, me llamo Kim y soy un espermatozoide. Entre nosotros, nos llamamos zoidis, por eso de abreviar. Somos unos cuantos millones, unos cincuenta o sesenta o setenta o mil, o dos mil o diez mil, yo qué sé. Como cada día nacemos unos 100.000 ó 200.000, ni idea de cuántos somos.

Vivo en un cuerpo que, bueno, no es muy promiscuo, pero de vez en cuando moja el hombre. No es habitual, así que ya cuando la hora se acerca, que nosotros lo percibimos, pues montamos una fiesta. Un millón de nosotros va a morir al día siguiente, así que, ¿qué menos que se emborrachen un día antes?, ¿no?

Hay noticias de que una vez un zoidi llamado zoiki llegó hasta un óvulo. No tenemos constancia, son rumores. Pero los más viejos del lugar dicen que desde aquel día hubo demasiado tiempo de tranquilidad, muy pocas fiestas, y eso significaba fecundación. ¿Qué cómo supimos que fue zoiki? Nunca lo supimos. Zoiki era, simplemente, el más rápido. En ninguna cabeza de zoidi cabía que hubiera llegado otro que no fuera él.

Hoy me toca a mí. Es decir: soy uno de los elegidos para salir al exterior, por lo que, como habrán podido intuir, voy a morir. Va a ser una muerte absurda. Por eso hoy me voy a emborrachar pero bien. Os contaré lo que sucederá cuando salga, para que veáis el absurdo:

Miles, cientos de miles, millones de millones de zoidis saldrán disparados conmigo en la mayor manifestación de corredores sin sentido jamás vista. Más o menos al mismo tiempo, cientos, miles de zoidis gritarán:

¡Condooooooooooooooooooooooooooooooooooooooonnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnn!!! Y entonces todos pereceremos en una malla transparente o vete a saber, de color azul, o verde, o rojo, o con un apestoso olor a fresa ácida. O a coco, que hay rumores de que una vez fue así.

Hay otra posibilidad. Que cientos, miles de zoidis griten:

¡Pisciiiinaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa!! Y entonces todos salimos disparados hacia el aire y morimos agónicamente, poco a poco. La suerte es que caigamos en una piel olorosa y suave. La mala suerte, morir en el fondo de un retrete. Eso es lo peor. Quiera Dios que no acaben mis días en un apestoso retrete después de haberme emborrachado hasta las trancas. Y encima sin mojar.

domingo, 16 de noviembre de 2008

Un poema romántico

En comparación con tu mirada
Las de ellas son oscuridad
En comparación con tus suspiros
Los de ellas son ecos de tu voz
En comparación con tus caricias
Las de ellas son rescoldos
Y las tuyas dulce fuego
En comparación contigo
Ellas son espejos

Camino adelante
Pero quiero volver atrás
Porque me cansé de los espejos

Y sólo existes tú

sábado, 15 de noviembre de 2008

Ariadna

Frase de película:

"Ten cuidado. Es de las mujeres que convierte a los niños en hombres y a los hombres en niños"

jueves, 13 de noviembre de 2008

Optimismo

Un hombre se levantó una mañana con la idea de ser feliz. Es lo que le había dicho su psicólogo la noche anterior: sea amable siempre, sonría, ría sin vergüenza, muestre sincero entusiasmo en su trabajo, llame a un amigo al que hace años que no ve, haga algo bello por un desconocido, esfuércese en ser feliz, si se esfuerza no cabe duda de que lo conseguirá.

A la noche estaba tan agotado que apenas ceno algo y se acostó.

Decidió que cansa menos ser uno mismo. Y al día siguiente, dejó los esfuerzos para otra ocasión.

miércoles, 12 de noviembre de 2008

Suidicio

Me suicido. Y esta es mi carta:

"Por la presente, he decidido quitarme la vida. No culpo de ello a nada ni a nadie, excepto a mi vecino Juan Sanabria, por poner esa infame música de reggaeton a todas las horas del día. No crean que me suicido por él. Simplemente, es la primera persona que se me ha ocurrido por la que no merece la pena vivir. Hay más, eh. Ya le puedo decir a mi compañera de trabajo Pilar Cuesta que las minifaldas no son para los jamones. Para los suyos, quiero decir. Mi vista se quería suicidar todos los días cada vez que la veía y yo no la dejaba. Qué decir de mi jefe, Antonio Pérez Méndez. Mis oídos también deseaban la muerte instantánea cuando salía de su despacho y decía: ¡Pérez!, que daba igual ¡Pérez! que ¡número 4!, y, es más, hubiera preferido que me llamara número 4, porque así no me hubiera preguntado qué hago en vacaciones y por qué me puse enfermo, pues creo que los números no toman vacaciones ni van al médico. Mi boca va a agradecer sobremanera no comer más potajes de la abuela. Claro que cuando digo abuela quiero decir suegra. Mi nariz, por fin, va a descansar de los sobacos de mi amada esposa, y mi cuerpo, por fin, va a descansar de el/la/los/las.... de mi amada esposa. Culpo a mi compañera Pilar, mi vecino, mi jefe, mi suegra y a mi esposa, que no han sabido comprender que merezco ser feliz.


Postdata: os quiero."

martes, 11 de noviembre de 2008

Érase...

una vez un niño inquieto que quería ser algo en la vida. A los cinco años ya resolvía ecuaciones complicadas. A los ocho, creó su propia página web. No hace falta decir que fue matricula de honor en todo. En el colegio, en el instituto y en la Universidad, en la que estudió Telecomunicaciones y Ciencias Políticas al mismo tiempo. Ambicioso, creó su propia empresa mientras estudiaba: una empresa de componentes aeronáuticos que pronto se convertiría en líder del sector. En la treintena, fue fichado por la multinacional IBM para ser director general para Europa. El siguiente ascenso consistió en eliminar "para Europa". Comenzó a adquirir acciones en la compañía y terminó con todas ellas en propiedad. El dueño de IBM quiso un día ensayar su otra carrera, Ciencias Políticas, y se presentó como candidato en las Primarias electorales en Estados Unidos. Ganó. Después obtuvo la Presidencia, y, cuando el mundo se unió en una Confederación de Estados, fue nombrado Presidente. Convocó un referendum para ser nombrado Rey. Y fue Rey. Como Rey, se nombró a sí mismo con el título de 'Dueño del Mundo'. Y así estuvo hasta que...

Un día, Dios le dijo:

--Te nombro Dios.

Y él dijo:

--Vale.

Un semáforo

Mi madre conoció a mi padre en un semáforo. Una solterona de Triana, entrada en la treintena, dijo seguramente cualquier cosa, qué más da, y mi padre, un viajado marino mercante, respondió lo más seguro que otra cosa, y la verdad, da igual. Mi vida se resume en una maravillosa coincidencia en un semáforo. Y en las sucesivas maravillosas y menos maravillosas coincidencias que sucedieron después, que fueron muchas. O quizás ya no lo fueran tanto, porque una era consecuencia de la anterior. Me quedo con la primera, con ese encuentro fortuito en el que empezó todo.

Moraleja: no dejes de mirar nunca a izquierda y derecha antes de cruzar un semáforo. Hay muchos locos al volante.