domingo, 18 de octubre de 2009

Primer amor

--¡Espera!, gritó Pedro.

A unos veinte metros de distancia, cuando ya estaba a punto de salir del supermercado, Eva volvió la cabeza en claro signo de interrogación. Él se acercó.

--Me gustaría verte. Algún día. Ya sabes, un café.

--Tengo poco tiempo, pero llámame.

********************

--Tengo que confesarte algo, dijo Pedro.

--¿Qué?, replicó Eva.

--Fuiste mi primer amor. Del instituto. Todavía conservo los poemas que te escribí. Y nunca me atreví a decirte nada. Fui un cobarde.

--¿A qué viene esto ahora?

--No sé. Sentí la necesidad de contártelo. Es extraño

--Sí que lo es. ¿Has quedado conmigo para decirme eso?

--Sí.

--¿Ahora, veinte años después?

--Sí.

--¿Tú me ves?, ¿Ves mi aspecto? ¿Me ves?

--Pues sí.

--Pues eso, Pedro. Estoy embarazada. ¿Y tú me vienes a contar ahora que hace veinte años estuviste enamorado de mí y que nunca te atreviste a decírmelo? ¿Qué quieres, recuperar lo que nunca fue?

--No, no es eso...

--¿Entonces qué es?

--No sé explicarlo. Es como exorcizar mi cobardía...

--¿Exorciqué...?

Y Eva movió con violencia la silla, se levantó y dijo:

--Pago yo.

Dejó su café a medio beber. Se fue.

**************************


--Tengo que confesarte algo, dijo Pedro.

--¿Qué?, replicó Eva.

--Fuiste mi primer amor. Del instituto. Todavía conservo los poemas que te escribí. Y nunca me atreví a decirte nada. Fui un cobarde.

Eva miró sorprendida a Pedro y rió.

--¿En serio? Yo sabía que te gustaba, pero hasta ese punto no...

--Pues sí

--¿Y por qué me lo cuentas ahora?

--No sé, para que lo supieras.

--Muy bien. Ya lo sé, ¿y ahora?

--Ahora te invito a una tapita.

--Ja, ja. Vale. ¿Puedo confesarte algo yo también?

--¿Qué?

--A mí me gustaba Juan, tu amigo. Nunca me atreví a decírselo.

--¿Juan? ¿El macarra de Juan? ¡Qué gusto!

--Pues sí. Menos mal que no acabé con él.

Ella movió con violencia la silla, suspiró y se levantó.

--A la tapita invito yo. Tú te quedas ahí quietecito.

miércoles, 23 de septiembre de 2009

Algo de luz

Juana dijo, sin mucho motivo, que el gri-gri de los grillos era un claro augurio del shi-shi de la tormenta.

Pese a su absurda predicción, bajó al portal con su silla de enea y se sentó.

--Me gusta el gri-gri. Dijo, simplemente.

--Echa el plástico, que se te van a mojar las revistas. Le dijo al quiosquero.

Pero los grillos no deseaban en absoluto que cayera ni una gota de agua, pues el gri-gri aumentaba conforme entraba la noche. Juana pensó, sin mucho sentido, que los grillos hembra estaban en celo y que corrían el riesgo de que ocurriera un milagroso coitus interruptus múltiple si se cumplía su vaticinio.

--Aish. Fue la respuesta del quiosquero a la interpelación de Juana, mientras un grupo de chavales adquiría golosinas varias en medio del sopor veraniego.

Pese al trueno, Juana siguió sentada. Por causa del trueno, el quiosquero echó el plástico a sus revistas. Llovió: shi-shi.

--¿Ves? Dijo Juana.

--Veo. Dijo el quiosquero.

Los grillos tuvieron que dejar la culminación del placer para otra ocasión.

Otro trueno. Un rayo. El shi-shi se transformó en shiiiiissssssssss.

El quiosquero decidió cerrar al comprobar que la clientela se había refugiado en sus aposentos. Cruzó la calle a la carrera, pero se mojó.

--Me he mojado. Dijo.

--Ya. Dijo Juana.

Juana no hizo ni la intención de buscar una toalla en su casa. El quiosquero no movió un músculo tampoco. Se quedó ahí junto a Juana. Y le rozó la nuca con sus dedos mojados, y ambos contemplaron cómo caía la lluvia. Quizás se quedaron así el resto de la noche, pero sólo la lluvia estuvo ahí para comprobarlo.

miércoles, 26 de agosto de 2009

Lunarosa (o Rosaluna)

Luna es pura, simple de sencilla; tiende a ver el mundo como una armonía, como un uno . Sólo actúa cuando siente que el destino, o el azar, la llama. Es soñadora. Por eso duerme y por eso vive en el futuro.

Rosa, sin embargo, es mestiza y complicada. Ve el mundo como un inmenso campo lleno de aristas. No concibe la vida sin el movimiento. No sueña, vive, y mezcla el pasado y el futuro en el presente.

Continuará. O no.

jueves, 20 de agosto de 2009

Escenas (II)

Nunca he escuchado el sonido de una serpiente de cascabel, pero siempre que alguien mezcla en una mesa las fichas de dominó me imagino a una serpiente de cascabel amenazante.

Cuando la partida se desarrolla, imagino que las fichas forman una figura mitológica. Siempre acabo pensando en un minotauro, no sé por qué.

Cuando el minotauro se desmorona, pienso que la partida ha terminado.

Todos los días, aquellos hombres construyen y destruyen el minotauro ante la presencia amenazante de la serpiente de cascabel.

Sin que falte nunca, por supuesto, el sombrero gitano, la cervecita fresquita y, quizás, algún lujo en forma de habano.

lunes, 3 de agosto de 2009

Tormenta de verano

Estoy acostumbrado a ver muertes. Quiero decir, estoy acostumbrado a ver formas de morir. Está mejor, parece que funciona el tratamiento, y, de pronto, no está. Está dormida, lleva mucho tiempo dormida, y se diría que sigue dormida de no ser porque está muerta. La peor es la muerte agónica, porque sufrir es humano, pero sufrir justo antes de morir no. Quisiera creer que Dios existe y ese sufrimiento no es inútil, pero no tengo ni creo que vaya a tener ya mucha fe. De todas formas, la muerte que más me impresiona es la lúcida. He conocido casos de personas que sabían que iban a morir esa misma tarde o esa misma noche, y lo decían, a su marido, a su madre o a su hijo.

No sé hasta qué punto es terrible ser consciente de que vas a morir ya. De que en unas horas pasarás a ser nada, o por lo menos nada en este mundo. ¿Qué dices entonces? ¿De qué hablas? ¿Qué piensas?

No dejo de pensar en la muerte, la semana pasada, de una mujer de 35 años. En la sección de Oncología del Hospital Viña del Mar no acabamos de acostumbrarnos a que las personas con cáncer sean cada vez más jóvenes. Los médicos sabíamos que lo de aquella mujer era irreversible. Las personas cercanas tienden a esperar como inevitable y hasta cierto punto liberador la muerte de una persona que ha vivido todo lo que tenía que vivir. Pasa todo lo contrario cuando el proyecto vital se queda a la mitad: entonces quieres creer en los milagros, y te agarras a cualquier esperanza de vida. Resulta imposible creer en la verdad cuando ésta es amarga.

Sara estaba lúcida cuando supo que su muerte era inminente. Se lo dijo a su marido, y éste reaccionó hablando del futuro, de la casa de verano que acababan de comprar y de la que disfrutarían viendo crecer a Luis, el niño de diez años que permanecía junto a él absorto, más sorprendido que apenado al contemplar por primera vez la presencia de la muerte. A los médicos no nos gustaba que el hijo de Sara estuviera en la habitación, pero ese era el deseo de ella y de su marido. "Quiero que el niño aprenda a valorar la vida", argumentó paradójica Sara, y quizás no comprendí nada aquel día, pero quizás también sí.

Durante el rato que estuve con ellos, mientras comprobaba la constantes vitales de Sara, los vi recordar episodios de su vida juntos. Cómo se conocieron, el noviazgo, el día de la boda, la llegada del niño, todo aquello, en fin, que forma parte de la rutina humana. Lo he olvidado todo excepto un episodio. Durante su viaje de novios en Centroamérica, no recuerdo ni el país ni el lugar, caminaban los dos camino del hotel. Hacía un sol abrasador y el trayecto era largo, y además sin sombra posible porque aquello era un descampado. De pronto, comenzó a llover, una lluvia furiosa, como si cayera un oceano al suelo. Los dos corrieron con todas sus fuerzas para librarse de aquella acometida de la naturaleza. Ella cayó de rodillas, y así permaneció unos instantes. Cuando él la fue a recoger gritó con todas sus fuerzas y se tumbó boca arriba. Ella habló de las millones de gotas que impactaron en su cuerpo. En aquel momento, cerró los ojos y sólo tuvo activo su sentido del tacto. Se sintió viva.

La perspectiva del marido, del que no recuerdo el nombre, era otra. Veía a una mujer empapadísima, maravillosamente empapada; el agua la había transparentado, estaba desnuda, espléndidamente desnuda. Había tenido ganas de hacerle el amor allí mismo, y se lo dijo, pero sólo le dio un beso.

Certificamos la muerte de Sara sobre la media noche. Luis seguía absorto y el marido había decidido adoptar esa pose de dignidad que vence a la muerte a la que tan acostumbrados estamos los médicos. Me apretó la mano hasta dolerme. Lo vi irse por el pasillo lento, con la mano derecha sobre el hombro del niño.

Afuera, sonó un trueno y comenzó a llover.

"Parece que esta noche tenemos tormenta", me dijo el celador.

Abrí la ventana de la habitación. Allí estaba Sara, esperando a que la recogieran para ir al depósito de cadáveres. Pero antes de eso quise que le cayeran unas últimas gotas de lluvia, quizás con la absurda esperanza de que volviera a la vida, al menos un minuto, para que sintiera de nuevo el sabor de la tormenta.

viernes, 17 de julio de 2009

Naranja

Todos tenemos un pequeño placer preferido y el de Julio era pelar una naranja mientras le daba el sol. Se ponía manos a la obra sobre las diez o diez y media de la mañana, cuando el astro pegaba de pleno sobre su terraza.

Pelar todos los días una naranja, a la misma hora, durante diez años, era la causa de que Julio tuviera una especial habilidad en el arte de separar la cáscara del resto. Lo hacía de una vez, sin separar el cuchillo del cuerpo de la naranja. Después, la comía a dentelladas, como si fuera una manzana, y le encantaba sentirse embadurnado de su jugo, para así oler mejor y hacer de aquella escena una auténtica fiesta de los sentidos.

Ese día primaveral corría una brisa tenue y algunas nubecillas tapaban a veces el sol, lo cual hacía que su reaparición, la del sol, fuera una auténtica delicia para Julio. Abajo, el inconfundible rumor mañanero de los niños en un colegio y el pasar incesante de los automóviles. No le molestaba. Al contrario, contribuía a su placentero no pensar, quizás el único que tenía en el día.

A lo lejos, escuchó el sonido de un avión. Aun siendo poco habitual, también ayudaba a crear su particular orquesta de sonidos cotidianos del día. El acercamiento del avión introdujo algo de distorsión, no mucha, en su estado de semisomnolencia, pero que pasara justo por encima de su terraza lo alteró algo. Pocos segundos después volvió a sonar el zumbido a lo lejos, pero esta vez parecía el de un enjambre de abejas. Eso lo descolocó.

No sabemos si dejó de comer la naranja* cuando tembló todo su edificio. En lontananza veía humo por todas partes. Un sonido ensordecedor, una explosión que le reventó los tímpanos, lo paralizó, pero en cuanto vio los cristales de su terraza caer volvió en sí. Llamó a su mujer:

--¡Alicia! ¡Alicia! ¡Pon la televisión!

Mientras las explosiones continuaban, mientras el edificio temblaba, Julio y Alicia concentraron toda su atención en el electrodoméstico.

La televisión estaba como siempre: series de éxito, programas de telerrealidad, un concurso de misses y un espacio de humor y variedades.

--¡La radio!

Pero la radio andaba como siempre. Tertulias, música, deportes...

Los gritos, los lamentos y los muertos sucedieron a las explosiones. Julio y Alicia volvieron a la terraza y vieron que todo era destrucción.

* Me gustaría saber qué le sucedió a la naranja, pero no se me ocurre ninguna solución satisfactoria. ¿Se la comió Julio completamente antes de que le sobreviniera el bombardeo? ¿Se la llevó Julio hacia la casa y siguió comiéndola mientras veía la televisión? ¿La dejó Julio en la silla de la terraza? ¿Cayeron sus restos al suelo de la terraza? ¿Qué pinta la naranja en toda esta historia? ¿le saldrían gusanos? ¿Dónde estará la cáscara?

sábado, 23 de mayo de 2009

Escenas (I)

La mujer caminaba muy despacio. Tenía las piernas cansadas, demasiado agarrotadas, y el carro con el que cargaba hacía aún más dificultoso su andar. Iba vestida de negro, completamente de negro. El carro pesaba, mucho, pero ella estaba convencida de que iba a llegar.

Subió las escaleras haciendo esfuerzos descomunales. Podía hacerlo, lo sabía. La mujer era inusualmente grande, pesaba mucho. No estaba preparada para subir un carro de esas características, pero lo estaba haciendo. Lo hizo.

Llegó a casa casi muerta, resollando. Cuando se recuperó, tomó el teléfono:

--¿Puri? Aquí vengo, que acabo de llegar del Día. Voy a hacer unas lentejitas, que al niño le gustan mucho.

martes, 12 de mayo de 2009

Julius

El director estaba emocionado. Julius terminaba ese día, el 21 de marzo, su vida laboral y tenía una exclusiva, una bomba que iba a reventar los cimientos del país, indudablemente. Y era Julius quien lo había conseguido. Tenía las pruebas: las facturas, las fotografías, los datos.

En la redacción de El Presente, todos, al pasar por su lado, le felicitaban, pero él, Julius, seguía reconcentrado ante el ordenador, aporreando el teclado como los antiguos, con dos dedos, como debe ser. Tenía que escribir, antes de la madrugada, cinco páginas. Cinco páginas que serían una bala en la sien del Presidente. Eso estuvo repitiendo el director, muy dado a hacer metáforas muy físicas de la rabiosa actualidad.

Todos, de forma escalonada, le iban dando la mano a Julius conforme iba acabando su jornada. Julius se limitaba a balbucear un 'gracias' mecánico y volvía a su rutina. Poco a poco, la redacción fue quedando vacía. A la 1.00 de la madrugada, ya sólo estaban él y el director.

--Julius, entregamos ya. Con lo que tengas. Si te falta una página por escribir, ya buscaremos un recurso, dijo el director.

--No me queda más de media hora, ¿estoy a tiempo?

El director hizo una llamada desde su móvil.

--Sí. Voy a ir leyendo.

Y, efectivamente, Julius fue imprimiendo las páginas y el director las fue repasando. Corrigió poco: alguna erratilla suelta, algún detalle sin importancia. Julius era realmente bueno.

--Tengo que comprobar unos datos. Serán quince minutos más, dijo Julius.

--Yo me voy. Tengo que estar mañana temprano en la radio. Lo dejo en tus manos. Suerte, dijo el director.

--Gracias, respondió Julius.

Al día siguiente, todo el que fue a comprar El Presente pudo leer unas 10.000 veces, distribuida en cinco páginas, la siguiente frase, en mayúsculas: EL DIRECTOR DE ESTE PERIÓDICO ES GILIPOLLAS

El primer día de su jubilación, Julius se dedicó a leer el periódico, tranquilo, feliz y descansado.

lunes, 11 de mayo de 2009

Os quiero

Fue consciente de su decisión justo al sentir que el avión ponía tierra en el aeropuerto de Pekín. Miró a su alrededor y se vio rodeado de gente desconocida, extraña. Rozó con sus dedos la ventanilla llena de vaho y pudo comprobar que la lluvia era intensa. Se preguntó si habría llegado a China en época de monzón. Llovía a mares.


No había facturado equipaje. Pensó que si se iba a quedar mucho tiempo allí ya tendría tiempo de comprar todo lo que necesitara. Uno sólo se aprovisiona bien cuando sabe que va a volver. Recogió del compartimento que estaba encima de su asiento su pequeña maleta, en cuyo interior estaban sus efectos personales básicos y alguno de sus recuerdos, y esperó a que todos los pasajeros salieran del avión. Fue él el último y fue una azafata china la primera persona que le habló en aquel país: un buenas tardes en inglés y, suponía él, en chino.

De repente recordó que no había traído paraguas. Ni chubasquero. Y tenía que recorrer un pequeño trayecto al aire libre hasta el autobús que le llevaría finalmente a la terminal. Se subió la chaqueta hasta cubrir su cabeza, pero eso no impidió que se mojara. Su primera mojada en China. Pensaba que todo lo que pasaba o hacía era lo primero. Como si por primera vez en su vida le hubieran dado los buenos días o se hubiera mojado por culpa de un chaparrón. Todo por primera vez. Todo. Eso pensó, emocionado.

En la terminal, sintió la tentación de conectarse a internet en un cibercafé permanentemente vigilado por la Policía. Había 27 emails de Ana en su correo. Eran todos similares. Por asociación de ideas, encendió el móvil. La alerta de mensajes sonó veinte o treinta minutos. Ana no había dejado de llamarle en todo el día.

Pensó que ella y los niños lo estarían pasando mal. Sintió una extraña sensación de dolor

Y, aunque en su plan inicial no estaba hacerlo, lo hizo.

"Ana, estoy bien. Deseo empezar una nueva vida. Sé que no lo entiendes, y tampoco lo espero. Aunque no te lo creas, os quiero, a ti y a los niños. Pedro"

jueves, 30 de abril de 2009

Coleccionando derrotas

Recién levantado, casi desnudo, vio la maleta en el rellano.

Volvió a la cama. No tenía ganas de cruzarse con ella, ni de despedirse, ni de llorar. Resolvió dormir, faltar a todos sus compromisos del día. Sólo dormir.

Al día siguiente se hizo el café solo, almorzó solo, cenó solo.

Un día, volvió a enamorarse. Y varios meses después, volvió a ver la maleta en el rellano.

Y varios meses o años después, el amor regresó y, tal y como esperaba, la maleta volvió a aparecer un día en el rellano.

A veces, la maleta era de él. Otras, de ella. Pero siempre estaba ahí, a la entrada de la casa, como un fantasma, presente aun en su ausencia.

Y tantas maletas acabaron por superar el umbral de su dolor.

Ya no sentía nada cada vez que veía una en el rellano.

Y no sabía si eso era mejor o peor.

viernes, 6 de marzo de 2009

Casi

Ha pasado el tiempo, y ahora, pensándolo bien, creo que lo que ella sintió casi parecía amor.

martes, 3 de marzo de 2009

Sin mirar atrás

Como todas las noches, Javier tomó su vaso de leche con miel y se retrepó entre las sábanas. Quizás la cama sea demasiado grande para mí, pensó.

Recordó a Margarita, y su gesto de abrazarse a él con toda la fuerza que podía y simular a continuación la posición fetal. Lo hacía cada vez que él terminaba de tomar su vaso de leche con miel y se retrepaba entre las sábanas. Margarita era una niña linda. En su somnolencia, Javier se puso a recordarla y trazó un perfil de su forma de hacer las cosas. Más que un perfil, era un dibujo de los detalles que lo enamoraron.

Porque ya se sabe, uno se enamora de detalles. Como ese abrazo fetal. Uno se enamora de, no sé, su hipo. Margarita tenía hipo y sus ojos brillaban llorosos tanto, tanto, que a Javier le encantaba. Le gustaba cómo Margarita leía los libros. Su labio superior 'abrazaba' al inferior y parecía tener los ojos cerrados. Le gustaba ver cómo era capaz de mover sus pupilas. Dilatación: alegría. Condensación: tristeza. Le gustaba verla cocinar con el delantal sucio, y verla también llena de manchas de aceite, y con el pelo descuidado. Margarita al natural. Le gustaba verla reír, y para él ser gracioso era una simple excusa para escuchar esa música.

Le gustaba escuchar el agua caer cuando se duchaba, e imaginársela desnuda. Amaba su beso de buenos días, él todavía dormido y ella ya viva, despierta. Le encantaba su forma de regresar a casa. Conocía el sonido de la llave al descorrer el cerrojo y su 'ya estoy aquí', con el que bastaba para saber si su día había sido bueno o malo. Y se entusiasmaba al verla cansada, dispuesta a dormir sobre su hombro en el sofá...

Javier se quedó dormido justo en el instante en el que se la imaginó a ella dormitando sobre su hombro. Ese día había decidido olvidarla por completo y quizás a la mañana siguiente Margarita fuera un eco lejano de su pasado.

Javier, de hecho, estaba decidido a no mirar atrás.

lunes, 23 de febrero de 2009

Azul

El abuelo sufría de Alzheimer desde hace, más o menos, doce años. Hace cinco murió la abuela, y desde entonces tres de sus nietos, Pablo, José Luis y yo, nos turnábamos para estar con él. Decidimos que cada uno se ocupara de él cuatro meses del año. Nos pareció insensato castigar a nuestro abuelo con una residencia itinerante en cada uno de nuestros hogares, y decidimos que seríamos nosotros quienes nos trasladáramos a su casa. Vivía en El Pedroso, en una casa heredada de un tatarabuelo nuestro que había sido minero. A finales del siglo XIX, cientos de personas emigraron a la Sierra Norte de Sevilla, atraídos por el floreciente negocio de la extracción del cobre.

Cuando la mina cerró, en 1948, mi bisabuelo, también minero, estaba casi a punto de jubilarse. Por entonces, mi abuelo había aprendido el oficio de panadero en la única panadería del pueblo. El titular de la tienda murió el 8 de abril y él tomó las riendas de aquel modesto negocio. Trabajaba de sol a sol, y sólo gracias a su tesón sobrevivió el establecimiento, muy afectado por la emigración que había sobrevenido tras parar la mina su actividad.

Se casó joven, como todo los de allí, con la hija de un pastor. Y tuvo hijos muy pronto, cinco en total. En las duras conciciones en las que vivían, acabaron sobreviviendo sólo dos: mi padre y mi tío Fermín. Emigraron los dos, primero a Sevilla y luego a Argentina. Yo nací en Buenos Aires el 12 de abril de 1974. A muy corta edad supe de mis orígenes, y comprendí que mi padre, aunque nostálgico, se sentía tan argentino como mi madre. Acabó tan integrado en su nuevo país que ni por un instante se le pasó por la cabeza la idea de regresar a España. Pero el terror de la dictadura de Videla nos obligó a volver a Sevilla. Yo tenía entonces cinco años y sufrí el proceso inverso al de mi padre. Tan entusiasmado estaba en España que ni con una camisa de fuerza me hubieran sacado de allí. Estudié Medicina en Madrid. El día que finalicé la carrera llamé a mi padre para compartir la buena nueva. Consiguió hacerme agridulce aquel día: me dijo que ya podía valerme por mí mismo, que había soñado cada día con volver a Argentina y que ya era hora de cumplir sus deseos.

Mi tío se fue con él. Al año de su marcha, yo comencé a ejercer en La Residencia, en Sevilla, como otorrino. Mi primo Pablo era ya un psicólogo de cierto renombre en Málaga y José Luis se había hecho con una posición envidiable gracias a la regencia del restaurante argentino más valorado de Madrid. Nos casamos, tuvimos hijos, casi fuimos felices.

Como quiero ser ineludiblemente sincero, diré que casi habíamos olvidado a nuestros abuelos. Alguna llamada formal al año por Navidad, y poco más. En fechas señaladas viajábamos a la Argentina, y sentíamos a los abuelos como una referencia lejana, querida pero como fuera de tiempo y lugar. Yo, en particular, los había visto tres veces, ya mayor, y tenía orgullo por ellos, pero quizá no me sentía vinculado. A veces los hilos de la historia se rompen y por mucho que intentemos no sentimos lo nuestro como nuestro.

Por eso, el día que papá me llamó para decirme que el abuelo tenía Alzheimer no sentí aquello como propio. No me malinterpreten: pensaba en ello cada hora, diría que constantemente, pero no me dolía. Me descolocaba tanto aquello que sentía remordimientos por no sufrir. Sentía necesidad de sentirme mal, de soltar alguna lágrima. Pero no. Mis abuelos era gente a quien había visto unas pocas veces y que, muy a mi pesar, no pertenecían al círculo de mis afectos verdaderos.

Mi abuela murió el 14 de diciembre de 2003. Llovía a raudales el día de su entierro. Sólo estabamos Pablo, José Luis, algunos viejos del lugar, mi abuelo y yo. Mis padres y mis tíos no pudieron viajar porque la crisis en Argentina los había dejado secos. Mi abuelo, por supuesto, no sabía quién había muerto, ni por qué estaba en el cementerio, ni quiénes éramos nosotros. Sólo acertaba a sonreír cuando lo besábamos o le atusábamos su ya escaso cabello. A mí la situación me producía un extraño efecto: mezcla de miedo y ternura. Mejor que miedo, diría otra palabra, pero no la encuentro por ningún sitio.

Mis primos y yo acordamos cuidarlo. Nuestra holgura económica podía permtirlo y resolvimos hacerlo. No quisimos contratar a nadie, porque hacerlo nosotros mismos era una forma de enlazar el hilo que se había roto. Yo me juré que, cuando ocurriera, tenía que dolerme su muerte.

El verano pasado sufrió un infarto y el médico nos dijo que no le quedaba mucho tiempo de vida. Desde entonces fue en silla de ruedas. A pesar de haberlo cuidado, de forma intermitente, durante cinco años, nunca sentí plenamente mi vínculo estrecho con él hasta dos semanas después de aquella fatídica predicción. Lo vi sonreír por primera vez en años cuando vio en televisión un documental sobre delfines. Entonces lo vi claro y me pusé en acción.

Me costó sacarlo de su silla de ruedas e introducirlo en el asiento trasero del coche. Llamé a mi mujer para invitarla a hacer el viaje y la recogí en Sevilla. Llegamos a la playa de El Rompido sobre las siete de la tarde. Bajé a mi abuelo del coche. ¡Qué trabajo me costaba empujar la silla de ruedas sobre la arena! El abuelo estaba desconcertado. Tenía los ojos azules. Debían haber sido bellísimos en el pasado, pero ahora tenían el tono acristalado de los ojos de un anciano. Vidriosos. Subimos una pequeña cuestecilla y a los tres, a mi mujer, a mi abuelo y a mí, nos sobrevino la mar. Estaba a punto de anochecer y hacía verdadero viento. En la hora escasa en la que nos quedamos contemplando aquel azul, nadie dijo nada. Fue la hora muerta más viva de toda mi vida.

Al día siguiente, murió. Le dije a mis primos que, al ver el mar, se dio cuenta de que ya había cumplido en la vida y decidió que había llegado su hora. Ya sé, es una explicación poética. Pero, poética o no, es la verdad.

sábado, 14 de febrero de 2009

Metamorfosis

Luna dejó las llaves sobre la mesita de estar y entró en el cuarto de baño.

--¡Tardo cinco minutos! Voy a maquillarme.

--¡Vale!, respondió María, bien tumbada sobre el colchón de su dormitorio mientras leía una revista de variedades.

--¡He hablado con Luis!, dijo Luna, algún que otro minuto después.

--¿Queeé?, respondió María.

--¡Que he hablado con Luis! ¡Creo que lo vamos a dejar!

--¿Cómo? ¡Ahora me lo cuentas!

--¡Mañana comes sola! ¡Tengo examen!, afirmó Luna, algún minuto más tarde.

--¿Queeeeé?

--¡Que mañana te toca a ti fregar los platos!

--¡Ahora me lo cuentas!

Luna salió del cuarto de baño, semidesnuda. Cuando entró en el dormitorio de María, ésta profirió un grito ahogado, lleno de horror. La cabeza de Luna se había transformado en una horrible cucaracha. María vio cómo dos antenas filiformes, y toda la cabeza de Luna, se movían, como negando:

--Definitivamente, Luis no es mi hombre, dijo.

Y se dispuso a arreglarse el pelo.

lunes, 2 de febrero de 2009

Tita

Julia explotó cuando su sobrinito de ocho años le preguntó:

--Tita, ¿y tú por qué no te has casado ni has tenido niños?

--Julito, porque los que se casan y tienen hijos lo hacen porque no tienen nada mejor a lo que aspirar en la vida.

Orient Express

Subí, en mi vida, unas catorce veces en el Orient Express, siempre por motivos de trabajo. Por entonces yo tendría unos treinta años y era delegado para Europa del Este de una promotora inmobiliaria con sede social en Madrid.

La primera vez que la vi no le di importancia. Era una mujer madura pero bella, estilizada, pero como tantas de raza eslava que yo acostumbraba a ver todos los días. Sí me llamó la atención que leyera un periódico viejo, tanto que ya parecía un papiro amarillento que iba a disolver en instantes.

El tren de las 12.15 partió y ella estaba a mi vera. Me dormí, me desperté, llegué a mi destino.

La segunda vez que la vi no estaba en mi compartimento. Se cruzó conmigo cuando ella venía de la cafetería y yo iba. Recuerdo que iba vestida igual que la primera vez: un sueter azul y falda también azul. Muy sencilla, y el periódico tenía el mismo aspecto demacrado de la otra ocasión.

La tercera vez la encontré en la estación. Leía un diario fechazo en Moscú el 12 de enero de 1994. Es lo único que pude entender, pues todo lo demás estaba en cirílico. Me pareció que se absorbía mucho en la lectura.

Aunque no creía en esas cosas, pensé que era un fantasma y que no podía ser de otro modo. La vi cientos de veces en mis viajes. Un día se acercó a mi compartimento y me pidió que le ayudara a colocar su maleta en un armario. Tras superar el susto, aproveché la ocasión:

--Ese periódico (estaba encima de su cama), ¿es muy viejo, no?

--Sí, es un recuerdo.

--¿Un recuerdo?

--Sí.

No quiso hablar más, y por unos minutos creí que jamás iba a conocer su misterio. Pero creo que le inspiré confianza. Me mostró una esquela en la página 58. Estaba en cirílico.

--Es la esquela de Petrov, mi ex marido.

No dijo nada más y yo tampoco quise preguntar.

Entendí que a esa mujer se le había parado el reloj un mes de enero de 1994 y que viajaba para huir del presente y del futuro. Quizá pidiera billetes hacia el pasado cada día, en la ventanilla.

jueves, 1 de enero de 2009

El calcetín

Al acostarse, Mario palpó con su pie izquierdo un calcetín que no era suyo. Era de otro hombre. No podía ser. Aquello superaba el limite de la decencia. Pero decidió dormir y esperar a tener su mente más despejada, ya por la mañana.

Por la mañana, Mario espero a estar sentado con Pilar en el ritual diario del desayuno. Por varios instantes, pensó en esperar a la hora del almuerzo. Incluso sopesó dejar pasar el tiempo para así discutir el tema con la frialdad que requiere un caso como éste.

Pero esta vez consideró necesario hablar.

--Pilar, este calcetín no es mío.

Simplemente eso. Una frase y una mirada acusatoria, salpicada de un silencio opresivo, fue la fórmula de Mario para desarmar a Pilar.

Pilar, inmediatamente, barajó dos opciones: o bien fingía un llanto difícilmente consolable y suplicaba el perdón, lo cual suponía admitir su culpa; o bien abandonaba los fingimientos de una vez por todas. Optó por lo segundo.

--Lo del calcetín ha sido una metedura de pata por mi parte y prometo que no volverá a pasar. Pero, por favor, no montemos escenas que ninguno de los dos sabemos a dónde llevan.

Mario replicó, preso de indignación contenida:

--Yo ahora tampoco quiero escenas. Ya discutiremos esto más adelante.