lunes, 23 de febrero de 2009

Azul

El abuelo sufría de Alzheimer desde hace, más o menos, doce años. Hace cinco murió la abuela, y desde entonces tres de sus nietos, Pablo, José Luis y yo, nos turnábamos para estar con él. Decidimos que cada uno se ocupara de él cuatro meses del año. Nos pareció insensato castigar a nuestro abuelo con una residencia itinerante en cada uno de nuestros hogares, y decidimos que seríamos nosotros quienes nos trasladáramos a su casa. Vivía en El Pedroso, en una casa heredada de un tatarabuelo nuestro que había sido minero. A finales del siglo XIX, cientos de personas emigraron a la Sierra Norte de Sevilla, atraídos por el floreciente negocio de la extracción del cobre.

Cuando la mina cerró, en 1948, mi bisabuelo, también minero, estaba casi a punto de jubilarse. Por entonces, mi abuelo había aprendido el oficio de panadero en la única panadería del pueblo. El titular de la tienda murió el 8 de abril y él tomó las riendas de aquel modesto negocio. Trabajaba de sol a sol, y sólo gracias a su tesón sobrevivió el establecimiento, muy afectado por la emigración que había sobrevenido tras parar la mina su actividad.

Se casó joven, como todo los de allí, con la hija de un pastor. Y tuvo hijos muy pronto, cinco en total. En las duras conciciones en las que vivían, acabaron sobreviviendo sólo dos: mi padre y mi tío Fermín. Emigraron los dos, primero a Sevilla y luego a Argentina. Yo nací en Buenos Aires el 12 de abril de 1974. A muy corta edad supe de mis orígenes, y comprendí que mi padre, aunque nostálgico, se sentía tan argentino como mi madre. Acabó tan integrado en su nuevo país que ni por un instante se le pasó por la cabeza la idea de regresar a España. Pero el terror de la dictadura de Videla nos obligó a volver a Sevilla. Yo tenía entonces cinco años y sufrí el proceso inverso al de mi padre. Tan entusiasmado estaba en España que ni con una camisa de fuerza me hubieran sacado de allí. Estudié Medicina en Madrid. El día que finalicé la carrera llamé a mi padre para compartir la buena nueva. Consiguió hacerme agridulce aquel día: me dijo que ya podía valerme por mí mismo, que había soñado cada día con volver a Argentina y que ya era hora de cumplir sus deseos.

Mi tío se fue con él. Al año de su marcha, yo comencé a ejercer en La Residencia, en Sevilla, como otorrino. Mi primo Pablo era ya un psicólogo de cierto renombre en Málaga y José Luis se había hecho con una posición envidiable gracias a la regencia del restaurante argentino más valorado de Madrid. Nos casamos, tuvimos hijos, casi fuimos felices.

Como quiero ser ineludiblemente sincero, diré que casi habíamos olvidado a nuestros abuelos. Alguna llamada formal al año por Navidad, y poco más. En fechas señaladas viajábamos a la Argentina, y sentíamos a los abuelos como una referencia lejana, querida pero como fuera de tiempo y lugar. Yo, en particular, los había visto tres veces, ya mayor, y tenía orgullo por ellos, pero quizá no me sentía vinculado. A veces los hilos de la historia se rompen y por mucho que intentemos no sentimos lo nuestro como nuestro.

Por eso, el día que papá me llamó para decirme que el abuelo tenía Alzheimer no sentí aquello como propio. No me malinterpreten: pensaba en ello cada hora, diría que constantemente, pero no me dolía. Me descolocaba tanto aquello que sentía remordimientos por no sufrir. Sentía necesidad de sentirme mal, de soltar alguna lágrima. Pero no. Mis abuelos era gente a quien había visto unas pocas veces y que, muy a mi pesar, no pertenecían al círculo de mis afectos verdaderos.

Mi abuela murió el 14 de diciembre de 2003. Llovía a raudales el día de su entierro. Sólo estabamos Pablo, José Luis, algunos viejos del lugar, mi abuelo y yo. Mis padres y mis tíos no pudieron viajar porque la crisis en Argentina los había dejado secos. Mi abuelo, por supuesto, no sabía quién había muerto, ni por qué estaba en el cementerio, ni quiénes éramos nosotros. Sólo acertaba a sonreír cuando lo besábamos o le atusábamos su ya escaso cabello. A mí la situación me producía un extraño efecto: mezcla de miedo y ternura. Mejor que miedo, diría otra palabra, pero no la encuentro por ningún sitio.

Mis primos y yo acordamos cuidarlo. Nuestra holgura económica podía permtirlo y resolvimos hacerlo. No quisimos contratar a nadie, porque hacerlo nosotros mismos era una forma de enlazar el hilo que se había roto. Yo me juré que, cuando ocurriera, tenía que dolerme su muerte.

El verano pasado sufrió un infarto y el médico nos dijo que no le quedaba mucho tiempo de vida. Desde entonces fue en silla de ruedas. A pesar de haberlo cuidado, de forma intermitente, durante cinco años, nunca sentí plenamente mi vínculo estrecho con él hasta dos semanas después de aquella fatídica predicción. Lo vi sonreír por primera vez en años cuando vio en televisión un documental sobre delfines. Entonces lo vi claro y me pusé en acción.

Me costó sacarlo de su silla de ruedas e introducirlo en el asiento trasero del coche. Llamé a mi mujer para invitarla a hacer el viaje y la recogí en Sevilla. Llegamos a la playa de El Rompido sobre las siete de la tarde. Bajé a mi abuelo del coche. ¡Qué trabajo me costaba empujar la silla de ruedas sobre la arena! El abuelo estaba desconcertado. Tenía los ojos azules. Debían haber sido bellísimos en el pasado, pero ahora tenían el tono acristalado de los ojos de un anciano. Vidriosos. Subimos una pequeña cuestecilla y a los tres, a mi mujer, a mi abuelo y a mí, nos sobrevino la mar. Estaba a punto de anochecer y hacía verdadero viento. En la hora escasa en la que nos quedamos contemplando aquel azul, nadie dijo nada. Fue la hora muerta más viva de toda mi vida.

Al día siguiente, murió. Le dije a mis primos que, al ver el mar, se dio cuenta de que ya había cumplido en la vida y decidió que había llegado su hora. Ya sé, es una explicación poética. Pero, poética o no, es la verdad.

sábado, 14 de febrero de 2009

Metamorfosis

Luna dejó las llaves sobre la mesita de estar y entró en el cuarto de baño.

--¡Tardo cinco minutos! Voy a maquillarme.

--¡Vale!, respondió María, bien tumbada sobre el colchón de su dormitorio mientras leía una revista de variedades.

--¡He hablado con Luis!, dijo Luna, algún que otro minuto después.

--¿Queeé?, respondió María.

--¡Que he hablado con Luis! ¡Creo que lo vamos a dejar!

--¿Cómo? ¡Ahora me lo cuentas!

--¡Mañana comes sola! ¡Tengo examen!, afirmó Luna, algún minuto más tarde.

--¿Queeeeé?

--¡Que mañana te toca a ti fregar los platos!

--¡Ahora me lo cuentas!

Luna salió del cuarto de baño, semidesnuda. Cuando entró en el dormitorio de María, ésta profirió un grito ahogado, lleno de horror. La cabeza de Luna se había transformado en una horrible cucaracha. María vio cómo dos antenas filiformes, y toda la cabeza de Luna, se movían, como negando:

--Definitivamente, Luis no es mi hombre, dijo.

Y se dispuso a arreglarse el pelo.

lunes, 2 de febrero de 2009

Tita

Julia explotó cuando su sobrinito de ocho años le preguntó:

--Tita, ¿y tú por qué no te has casado ni has tenido niños?

--Julito, porque los que se casan y tienen hijos lo hacen porque no tienen nada mejor a lo que aspirar en la vida.

Orient Express

Subí, en mi vida, unas catorce veces en el Orient Express, siempre por motivos de trabajo. Por entonces yo tendría unos treinta años y era delegado para Europa del Este de una promotora inmobiliaria con sede social en Madrid.

La primera vez que la vi no le di importancia. Era una mujer madura pero bella, estilizada, pero como tantas de raza eslava que yo acostumbraba a ver todos los días. Sí me llamó la atención que leyera un periódico viejo, tanto que ya parecía un papiro amarillento que iba a disolver en instantes.

El tren de las 12.15 partió y ella estaba a mi vera. Me dormí, me desperté, llegué a mi destino.

La segunda vez que la vi no estaba en mi compartimento. Se cruzó conmigo cuando ella venía de la cafetería y yo iba. Recuerdo que iba vestida igual que la primera vez: un sueter azul y falda también azul. Muy sencilla, y el periódico tenía el mismo aspecto demacrado de la otra ocasión.

La tercera vez la encontré en la estación. Leía un diario fechazo en Moscú el 12 de enero de 1994. Es lo único que pude entender, pues todo lo demás estaba en cirílico. Me pareció que se absorbía mucho en la lectura.

Aunque no creía en esas cosas, pensé que era un fantasma y que no podía ser de otro modo. La vi cientos de veces en mis viajes. Un día se acercó a mi compartimento y me pidió que le ayudara a colocar su maleta en un armario. Tras superar el susto, aproveché la ocasión:

--Ese periódico (estaba encima de su cama), ¿es muy viejo, no?

--Sí, es un recuerdo.

--¿Un recuerdo?

--Sí.

No quiso hablar más, y por unos minutos creí que jamás iba a conocer su misterio. Pero creo que le inspiré confianza. Me mostró una esquela en la página 58. Estaba en cirílico.

--Es la esquela de Petrov, mi ex marido.

No dijo nada más y yo tampoco quise preguntar.

Entendí que a esa mujer se le había parado el reloj un mes de enero de 1994 y que viajaba para huir del presente y del futuro. Quizá pidiera billetes hacia el pasado cada día, en la ventanilla.