viernes, 25 de noviembre de 2011

Bipartidismo, ley electoral.

Me parece realmente enternecedor que tantas tantas personas decidieran salir de su burbujita particular el 15 de mayo de 2011 y descubrieran que existe la política, los partidos, la ley electoral y todo eso que hasta esa fecha no le interesaba a casi nadie. De pronto, descubrimos que los políticos se corrompen, que abusan de los ciudadanos, que los bancos son el demonio, ¡que somos pobres y los ricos nos oprimen! De pronto, nos sentimos ciudadanos con derecho a exigir y empezamos a hablar de que si el pueblo quiere esto o el pueblo quiere lo otro; y pedimos que se gobierne para el pueblo, como si el pueblo fuera una entidad monolítica y concreta, y nada fuera más fácil que gobernar para el pueblo. A la fuerza ahorcan.

La propaganda mediática facebookera y twitera se ha empeñado en multiplicar un mantra que no por repetido es menos engañoso. Que el bipartidismo es malo de por sí y que la ley electoral es injusta y, por tanto, antidemocrática. Aprovecho para hacer un inciso: yo pienso, particularmente, que si la democracia está degenerando es por culpa de una sociedad que ha estado hasta ahora dormida y comodona, inconsciente de que las libertades no son algo que está ahí, como el aire, sino que hay que ganárselo. Los políticos son reflejo de la sociedad. Echar la culpa a los políticos de todo lo malo es una forma simple de eludir nuestra responsabilidad.

Volviendo al tema: en todas las democracias del mundo más o menos avanzadas hay dos grandes partidos. El multipartidismo es una excepción histórica. Se dio en Alemania en los años 20, y derivó en Hitler. También se dio en la Italia de la posguerra y derivó en Berlusconi, más democrático que el dictador alemán pero no muy ejemplar. Y esa partitocracia italiana era corrupta, muy corrupta, prueba evidente de que la fragmentación de partidos no tiene porque añadir más limpieza al sistema. La cuestión no es bipartidismo sí o bipartidismo no, sino qué tipo de partidos queremos. En los países anglosajones los grandes partidos dejan un margen de libertad a sus miembros, ya que el político se debe a los electores de su circunscripción, a la cual se ha presentado con una determinadas ideas. Aquí los partidos son casi marcas comerciales con un discurso corporativo del cual nadie se sale. Ese es el problema y no el bipartidismo. Si PP y PSOE tuvieran más matices internos el ciudadano podría elegir. La amalgama de partidos pequeños, sin embargo, conduce normalmente a la inestabilidad, a la ingobernabilidad.

Y claro, la ley electoral no se inventa por un capricho, sino a partir de la experiencia histórica. El legislador español jugó con ventaja, además: ya sabía cómo estaban funcionando las constituciones y leyes electorales europeas tras el trauma de la Segunda Guerra Mundial, y adoptó una fórmula que combinaba el sistema mayoritario (en Reino Unido, por ejemplo, sólo sale elegido el partido con más votos de cada circunscripción; si el segundo tiene un voto menos, no obtiene ninguna representación) y el proporcional. La famosa Ley D'hont es un sistema proporcional que favorece a los partidos grandes, y se aplica en países tan 'dudosos' como Francia, Holanda o Suiza. Es un mecanismo bueno y malo a la vez. Depende del contexto: si la amalgama de partidos pequeños hace imposible el manejo del país, la Ley D'hont es magnífica para la estabilidad; si los partidos grandes aplastan a las minorías, es un obstáculo para la democracia. Esto probablemente es lo que puede pasar ahora, pero no caigamos en la ley del péndulo y pasemos al sistema proporcional puro , que la Historia ha demostrado ya a dónde lleva.  Lo mejor sería corregir el modelo actual con una circunscripción única (todo el territorio español) que, a lo mejor, recoja un 20% o un 30% de todos los escaños del Congreso, como sucede en Alemania.

Me parece que el despertar político de mucha gente es un gran valor, pero también un riesgo. A veces me da miedo pensar dónde puede derivar este movimiento, sobre todo juvenil, que va a seguir creciendo y que dentro de unos años puede arrasar como un tsunami a la política tradicional. Las democracias, y la española en particular, han degenerado en sistemas partitocráticos y endogámicos, y eso hay que corregirlo. Pero temo que sea peor el remedio que la enfermedad y acabemos en una democracia directa en la que se gobierne a impulsos de lo que el pueblo (ays, el pueblo) diga pulsando un botón de su ordenador. Sigo creyendo en el parlamentarismo, en la representación, como la mejor fórmula para la democracia. Elegimos a determinadas personas para que nos gobiernen y tomen decisiones por nosotros. El problema es que esa gente, los políticos, se han olvidado de por qué están ahí.

viernes, 1 de abril de 2011

Libia

Me llama la atención la pasividad de la sociedad occidental ante la intervención internacional en Libia. En esencia, el motivo es el mismo que el que originó la guerra de Iraq. La única diferencia es formal: hace ocho años, Estados Unidos tomó la postura de decidir sola, y si había apoyos, miel sobre hojuelas. Ahora es la comunidad internacional la que se suma entusiasta a la empresa (algunos con más alegría que otros) y el nuevo Estados Unidos accede a repartir el pastel de forma más proporcional.

Ese pastel se llama petróleo. Y gas. Que las decisiones correspondan a Estados Unidos o a todos juntos es, repito, un tema formal. Si el suministro está garantizado, lo demás no importa. Si Libia fuera un país insignificante sin valor estratégico alguno (Ruanda, ahora Costa de Marfil) nada se hubiera movido.

Los humanos occidentales nos movemos entre la mala conciencia, el pacifismo y el cinismo. Por un lado, deseamos con rabia que hagan algo contra ese dictador que masacra a su pueblo; por otro, no soportamos los horrores de la guerra, especialmente si afectan a la población civil. Basta que una televisión enseñe la realidad para provocar una reacción negativa respecto a la intervención. Y, por último, supongo que sabemos en el subconsciente que si hay aviones aliados sobrevolando Trípoli es para que todos los días uno pueda coger el coche para ir al trabajo, volver a casa y poner la calefacción en invierno mientras vemos en la televisión a los aviones aliados bombardeando puntos no identificados en el mapa.

Intuyo que la clave de nuestra pasividad es que no hay un malo claro en el bando occidental. En Iraq había un malo malísimo que era Sadam Husseim, pero había uno si no peor sí casi más odiado, que era George Bush. Ahora parece como si la unanimidad internacional hiciera buenos a los aliados. Desgraciadamente, la unanimidad no hace mejores las decisiones. Sólo más legales. Y a veces la legalidad está tan lejos del bien...

miércoles, 30 de marzo de 2011

Las setas de la Encarnación

Recién regresado de Londres, he pasado por la plaza de la Encarnación. Tengo que decir que ese momento ha sido un hito personal en mi relación con la ciudad. Es la primera vez en mi vida que veo la plaza completa; hasta ahora, sólo había podido verla en su mitad, porque el resto, la parte que da a la calle Regina, siempre había estado vallada, como símbolo, creo, de la incompetencia de los políticos locales a lo largo de tres décadas.

Me hubiera gustado ver la plaza vacía, pero, desgraciadamente, no ha sido así. No sé si los sevillanos son conscientes de que ese espacio es el solar más grande del centro de la ciudad y en eso reside su verdadero valor, no en la calidad arquitectónica de los edificios que lo flanquean. Desgraciadamente, los políticos sevillanos han colocado allí una estructura aparentemente innovadora cuyo primer efecto ha sido el de desnaturalizar la plaza: las setas la han empequeñecido. Le han robado todo su valor, su mayor atractivo. No veo plaza. Veo sólo setas.

No las critico por ser arquitectura contemporánea. Faltaría más que los nuevos símbolos de la ciudad fueran iglesias del siglo XVI. Eso es absurdo. Tampoco me parece mal el contraste entre lo nuevo y lo tradicional. El rompedor museo Pompidou, en pleno centro de París, es un ejemplo admirable de integración en el entorno.

El problema es precisamente ese: la integración en el entorno. Las setas de la Encarnación no se integran en él, sino que lo destrozan. En vez de multiplicar ese espacio inmenso, en vez de dar la sensación de amplitud, achican el espacio por el que caminamos y nos obligan a mirar arriba. A algunos les gustará lo que ven. A otros no. A mí me parecen un horror. Pero, insisto, eso es cuestión de gustos.

Lo que más me duele no es que me guste más o menos, sino el hecho de sentirme estafado porque no veo que se haya recuperado ninguna plaza

Sinceramente, creo que el solar, sin ninguna intervención, o quizás una arboleda y el mercado a la vista, hubiera quedado mucho mejor. Y hubiera sido infinitamente más barato, claro.

martes, 8 de febrero de 2011

Para qué sirve un político

La pregunta del título viene a cuento de un acto al que asistí hace poco. En él, un político de la Junta cuyo poder es inversamente proporcional a su popularidad desplegó un pequeño discurso. El texto que leyó -porque no lo declamó, ni le dio entonación alguna, simplemente lo leyó- carecía de contenido alguno. Era completamente vacío, y aparte de las loas a la gestión de su departamento no había nada de nada. Para mayor escarnio, esas autoalabanzas no eran más que una retahila de planes, programas, actuaciones y demás elementos cuantitativos de los que tanto gustan en San Telmo. Me dio la sensación de que, más que una política dirigida a un fin, aquello era un entramado poco inteligible para el ciudadano medio que buscaba simplemente causar la sensación de movimiento. Me recordó demasiado al Gatopardo en versión política: voy a decir las muchísimas cosas que he puesto en marcha para que no descubran la verdad.

Cada vez más los políticos son meros gestores demasiado preocupados por su propia supervivencia. En estos tiempos donde todo el mundo habla del valor añadido como clave para salir de la crisis, me pregunto qué plus le ofrece el político a la sociedad. El 90% son perfectamente prescindibles. El país funcionaría igual sin ellos. Los políticos son como los entrenadores de fútbol. Sólo los grandes, que escasean, son capaces  de imprimir su sello y de hacer mejorar a sus futbolistas. El resto pasa por ahí sin huella alguna.

¿Qué es un gran entrenador en política? En primer lugar, el buen político no se ocupa de programas, planes, actuaciones y demás elementos cuantitativos. Simplemente, define una dirección, marca una línea. Y convence al ciudadano de que ese camino es el apropiado. El político debe saber generar ilusión, debe dominar la escena (en el buen sentido). Está ahí para exponer sus argumentos y hacernos partícipes de ellos.  Tenemos un ejemplo contemporáneo bastante claro: Obama. Podrá gustar más o menos, pero siempre dice algo. Sus discursos no son funcionariales. El ciudadano medio no quiere una retahila de actuaciones gubernamentales. Quiere expectativas, futuro; quiere que el país vaya en una dirección.

En este país, la política se ha convertido en un mundo endogámico dominado por la mediocridad. Los más brillantes son marginados por la conspiración de los más torpes. Los medio listos que se atreven a lanzar ideas están expuestos a la dictadura de lo políticamente correcto. En cuanto se pasan de la raya, son crucificados. Los que no dicen nada, los que se agazapan, aprovechan que otros se dan las puñaladas para subir escalafones sin que nadie se percate. Conscientes de su mediocridad, buscan la manera de que el ciudadano no preste demasiada atención en ellos. Y plantan ante los auditorios discursos planos, vacíos, con planes que parecen directamente copiados de las hemerotecas del Kremlin. Eso sí: cuantas más fotos mejor; cuanta más presencia vacía en los medios, mejor. Perfil bajo pero constante. Que parezca que hace, que hacen mucho, aunque, como en el Gatopardo, en realidad no hagan nada.