viernes, 1 de abril de 2011

Libia

Me llama la atención la pasividad de la sociedad occidental ante la intervención internacional en Libia. En esencia, el motivo es el mismo que el que originó la guerra de Iraq. La única diferencia es formal: hace ocho años, Estados Unidos tomó la postura de decidir sola, y si había apoyos, miel sobre hojuelas. Ahora es la comunidad internacional la que se suma entusiasta a la empresa (algunos con más alegría que otros) y el nuevo Estados Unidos accede a repartir el pastel de forma más proporcional.

Ese pastel se llama petróleo. Y gas. Que las decisiones correspondan a Estados Unidos o a todos juntos es, repito, un tema formal. Si el suministro está garantizado, lo demás no importa. Si Libia fuera un país insignificante sin valor estratégico alguno (Ruanda, ahora Costa de Marfil) nada se hubiera movido.

Los humanos occidentales nos movemos entre la mala conciencia, el pacifismo y el cinismo. Por un lado, deseamos con rabia que hagan algo contra ese dictador que masacra a su pueblo; por otro, no soportamos los horrores de la guerra, especialmente si afectan a la población civil. Basta que una televisión enseñe la realidad para provocar una reacción negativa respecto a la intervención. Y, por último, supongo que sabemos en el subconsciente que si hay aviones aliados sobrevolando Trípoli es para que todos los días uno pueda coger el coche para ir al trabajo, volver a casa y poner la calefacción en invierno mientras vemos en la televisión a los aviones aliados bombardeando puntos no identificados en el mapa.

Intuyo que la clave de nuestra pasividad es que no hay un malo claro en el bando occidental. En Iraq había un malo malísimo que era Sadam Husseim, pero había uno si no peor sí casi más odiado, que era George Bush. Ahora parece como si la unanimidad internacional hiciera buenos a los aliados. Desgraciadamente, la unanimidad no hace mejores las decisiones. Sólo más legales. Y a veces la legalidad está tan lejos del bien...