martes, 8 de enero de 2013

Gafas de sol

No tenía ningún motivo para maquillarse, ni para pintar de negro sus uñas. Pero lo hizo. Laura, ahora, sentada en un banco, en una plaza llena de niños y palomas, cierra los ojos, deja que los murmullos y el sol calen sus sentidos. Ha llegado media hora antes a la cita, y necesita algo de tiempo, piensa, para acomodar su cuerpo al encuentro.

Abre los ojos. La luz desborda tanto el horizonte que sólo ve sombras. Pronto sus ojos enfocan a un niño: corre tras una paloma. Simula que intenta capturarla, y ella hace como que huye. Se fija en él: rubicundo, regordete, mofletudo. Definitivamente feliz. Observa cómo un hombre lo vigila. Debe ser su padre. Un hombre ya entrado en años, con restos de un atractivo que debió ser arrollador en el pasado.

Busca nerviosamente un cigarrillo. Fuma ansiosamente, sin pausas. ¿Será así Miguel?, se pregunta, sin parar de mirar a aquel hombre. No puede figurárselo crecido.  Cada vez que se hace una imagen de él, de Miguel, ve a un adolescente imberbe, impenetrable, con ojillos de ratón asustado.

Una pareja de ancianos se sienta a su lado, en el banco. Los dos sacan de una mochila un par de emparedados y comen. No se molesta, ¿no?, dice ella, educada. No, por Dios, responde Laura. No hablan. Tampoco miran nada de particular. Sólo se abandonan, dejan que el tiempo pase, sin más. Laura siente el deseo de entablar conversación, pero en vez de ello rebusca en su bolso otro cigarrillo. Intenta adivinar su edad: él, ya calvo, gafas bifocales, dentadura postiza y unas orejas agrandadas por el encogimiento de su rostro. 75. Ella, voluminosa, buen cutis, manos nervudas que tiemblan. Quizás 73. Piensa Laura: están en el momento en el que ya la conversación es un estorbo. Son iguales que ese niño que perseguía a las palomas. No precisan de la compañía para ser felices. Sí para sobrevivir. Se necesitan, porque la vida sin ayuda es menos posible; son cómplices, también, porque los años compartidos no son en vano. Pero ya cada uno tiene la certeza de que lo mismo que venimos al mundo solos también nos vamos solos.

Se van. Andan con alguna dificultad, y Laura rebusca en su bolso, saca su móvil y los fotografía: ambos apoyados el uno en el otro, ligeramente encorvados. Paran cada quince o veinte pasos, supone Laura que para recuperar aire, y vuelven a andar. De pronto, pierde la visión de aquellos ancianos. En la pantalla de su móvil se cuela el niño, que le sonríe. ¿Cómo te llamas? Pablo. ¿Te sientas conmigo? Rebusca en su bolso sus malditas gafas de sol. Se las pone, y Pablo señala asombrado. ¿Quieres probártelas? Las acerca al niño. Le hace mirar a través de ellas, y él solo acierta a decir: oscuro, está oscuro.

Le gustan los extraños, y no sé si eso es bueno o malo, dice el padre, que acaba de aparecer. A veces son mejores, dice Laura, y a continuación: los extraños, digo, y nerviosamente devuelve las gafas de sol a su rostro. Espero que no le moleste el niño. No, en absoluto, es un encanto. ¿Le importa que yo también me siente? No, no, al contrario. Hace un buen día, ¿no crees? Lo hace, sí, responde ella, seca. El padre entra en el silencio y el niño se queda dormido, allí, en el mismo banco. A veces el padre la mira de reojo, ella lo nota, nota que le gustaría hablar, salir de su mundo callado, pero no lo hace en absoluto. Tampoco se va. Siente que ella y el padre comparten algo. Ambos están ahí, esperando que aparezca alguien, y llevan un tiempo haciéndolo. Hay pocas cosas más solitarias que la espera. A ella también le gustaría hablar, pero, en cambio, rebusca en su bolso un nuevo cigarrillo. Qué absurdo: se miran de reojo mutuamente, y retiran su mirada en el instante.

Cuando ella casi está vencida por el sopor, ajena incluso al padre, escucha una voz: ¿Este es tu niño? Hola, soy Miguel, ¿Y tu nombre es? Soy Pablo, pero ella no... Laura no le da tiempo a terminar la frase: ¿Y quién eres tú?, interroga. Miguel, ¿quién voy a ser? Ella se levanta y susurra, cabizbaja: no te conozco. Corre, corre, no deja de correr y escucha en lo lejano: ¡Laura!, ¡Laura!, ¡Tu bolso! Pero Laura no mira atrás. Pide a Dios que ese hombre maduro que ha visto por un instante se convierta en un adolescente de ojos asustados y que ese adolescente la persiga hasta pararla. Pero no ocurre ni una cosa ni otra. Da gracias por llevar las gafas de sol, por poder llorar sin que la vean, pero por una de esas traiciones extrañas de la mente recuerda al niño.

Se las quita, las tira todo lo lejos que puede. Mira hacia atrás. Grita: hijo de puta, hijo de puta, y así decenas de veces hasta que se queda sin voz. Dejadla llorar, dice una de las mujeres del grupo que la rodea. 

Dejadla.