sábado, 18 de julio de 2015

El domador de leones



Agustino se dejó la barba hasta la cintura, un ramajo blanco en forma de pico que, ciertamente, no gustaba a los niños. Su jefe amenazaba con despedirlo a diario, y a él le daba igual. No lo echaba, para decir la verdad, porque la profesión de domador de circo no era de las de hacer una carrera ya, y en el mundillo se sabía de sobra que los domadores estaban en franca extinción.

Así que Agustino hacía su trabajo y lo hacía bien, pero con una barba descomunal y una considerable dosis de apatía. Tiraba de oficio, repetía mecánicamente los trucos que había aprendido en la veintena y se iba a dormir. Después de eso no salía de su casa, una roulotte vieja en la que tenía todo lo necesario para sobrevivir. Y así los meses pasaban, y su mente se vaciaba de presente y de pasado, y casi de futuro. Quedaban, como rastro de una ternura que ya pasó, los gritos de terror y las risas de los niños, que tras años de actuaciones se le mezclaban ahora en su cabeza en un solo sonido.

Un día Agustino decidió dejar de ducharse. Al otro, obvió el engorroso uniforme de domador de circo y se presentó ante sus leones en un pijama azul. A su jefe hasta le hizo gracia y cambió la publicidad del espectáculo: el domador en pijama. No le hizo tanta gracia cuando Agustino fue a trabajar en calzones. Afortunadamente, aún conservaba la parte superior del pijama. Como aún eso le gustaba a la gente, el jefe, sus compañeros y el público transigieron. Pocas semanas después ya la publicidad rezaba: el domador desnudo (no recomendada para menores de 18 años).

Las broncas no le hicieron efecto alguno, entre otras cosas porque Agustino había decidido dejar de hablar poco a poco. Primero suprimió los adjetivos, y cuando alguien le decía "Agustino, hace un día estupendo", él respondía "hace un día", y para él hacía eso, un día. Después le llegó el turno a los verbos y entonces su locura se reveló con un nuevo matiz. Daba igual de lo que hablara, nadie sabía a qué se refería porque todos eran incapaces de situar sus hechos en el tiempo. Lo mismo se refería algo pasado hace años que a acontecimientos que sucederían mucho tiempo más tarde. Tampoco se sabía si lo que decía pertenecía a la realidad o a la imaginación. Todo era de un presente difuminado, real e irreal al mismo tiempo, como inmutable y repetido, muchas veces repetido.

El silencio fue el penúltimo paso. Para algunos fue un alivio, pero no para el jefe. Al fin y al cabo, era divertido verlo batallar desnudo con los leones pronunciando palabras incoherentes, anulando verbos y adjetivos. Todo aquel asunto fue tornando a lo siniestro y la gente comenzó a dejar de ir al circo, salvo cuatro o cinco excéntricos que veían en aquel desatino del hombre desnudo, silencioso y con una barba inmensa una obra de arte.

Pero por una de esas extrañas piruetas de las historias, lo tétrico comenzó a atraer público. Alguien colgó en su perfil aquel espectáculo de decadencia y el circo comenzó a llenarse de morbosos sedientos por ver al loco. Bastó para que una televisión se pasara por allí para que Agustino comenzara su periplo de la fama, efímera y no buscada. El jefe, lleno de contento, programó sesión tras sesión tras sesión y terminó conduciendo a Agustino al agotamiento.

Hasta aquel santo día en el que se dejó devorar por el león y entonces el morbo se hizo terror y los 400 o 500 que allí había corrieron hacia la salida mientras las vísceras de Agustino saltaban por los aires por las sacudidas del león. Todos pensaron que corrían peligro y aquello se quedó vacío en nada. El león, ya manso, lamía la cabeza de Agustino, ignorante de que Agustino no existía ya. Los ojos del león se posaron en el jefe, el único que había allí ya. Atónitos los dos, se miraban mutuamente y al final el león decidió tumbarse y descansar.

El caso es que alguien colgó en youtube la carnicería e inmediatamente el vídeo obtuvo miles de visitas. Fue borrado pero la red siempre deja rastro. Cualquiera que pusiera un poco de su tiempo podía llegar a contemplar el final de la vida de Agustino.

Sólo había que pulsar en el buscador de google: "Domador loco desnudo león devorado".







sábado, 7 de febrero de 2015

El milagro de Basilio


A Basilio comenzaron a crecerle las piernas a los pocos meses de su 54 cumpleaños, cuando fue al médico porque sentía un dolor agudo en sus muñones. El doctor Metre, su médico de familia de toda la vida, tuvo la capacidad para observar que los muñones eran tres o cuatro centímetros mayores que la última vez, y lo envió al hospital central de inmediato. El doctor Flores, el más eminente traumatólogo de la ciudad, no creyó la versión del doctor Metre, pero tuvo que dar su brazo a torcer a los pocos meses, cuando comprobó que las piernas, efectivamente, crecían.

Basilio estuvo en observación varios meses, y día a día los doctores certificaron que sus piernas seguían creciendo. Le hicieron decenas de pruebas. Al hospital acudieron las principales eminencias mundiales en amputación de miembros y discapacidad física, pero estuvieron muy lejos de encontrar evidencias. Sólo atinaron a elaborar teorías. La más aceptada era que Basilio había desarrollado un anticáncer, una especie de metástasis al revés, un proceso en el que las células se multiplicaban inexplicablemente, e iban formando los huesos, tejidos musculares, arterias, venas y piel que eran la pierna.

Basilio apareció en la iglesia de San Patricio como un resucitado. Su ensortijada barba le llegaba a la cintura y tenía los ojos fuera de su órbita. Miraba a izquierda y derecha, pero apenas si reconocía a nadie. Efectivamente, andaba. Por el barrio habían corrido muchos rumores, desde que había muerto por un error de la medicina y los de arriba trataban de ocultarlo hasta que había cruzado el Atlántico en barco para vender cupones en Buenos Aires o Acapulco. Pero nadie adivinó que Basilio podía andar y que estaba escondido de todos y todo por puro embarazo. Sólo Íñiguez y su madre conocían el secreto, y mientras Íñiguez creía que exponer a Basilio al mundo destrozaría su alma cándida, su madre atribuía todo a la mano siniestra del demonio, y estaba convencida de que a su hijo lo tratarían como un apestado en cuanto diera un paso más allá de la puerta de su casa.

Y Basilio... Basilio sólo tenía miedo.
                           
Augusta, su madre, no supo al principio por qué estaba en el hospital. Los médicos mantuvieron oculto su caso, y ni siquiera informaron a las autoridades administrativas. Y él fue en esas tres semanas de pruebas y más pruebas un turbio secreto de la comunidad médica, que no era partidaria de dar a conocer el presunto milagro hasta que hubiera una explicación científica. La madre fue convencida de que su hijo había sido infectado por un extraño virus que obligaba a encerrarlo sin comunicación alguna con el exterior, ni siquiera visual. El farmacéutico Íñiguez, indignado, protestó, pero entre siseos fue convencido de que lo mejor era dejar las cosas así. Íñiguez fue cómplice del engaño. Sus visitas fueron diarias y le llevaba, de vez en cuando, 'tuppers' para el almuerzo y la cena. Porque Augusta se quedaba allí, día y noche, en la sala de espera, con su mirada de vieja cansada. Los vecinos, el cura, el carnicero, María la peluquera, todos, le prestaron una visita los cuatro o cinco primeros días, pero sólo Íñiguez alargó las suyas. Él se sentaba media hora, una hora, con Augusta, y a veces ella veía cómo él se dirigía a los médicos y les consultaba. Augusta preguntaba, y Íñiguez no sabía si decirle la verdad, aunque era inevitable que Basilio saliera un día de allí.

Íñiguez supo que se había llegado al límite cuando Basilio estrelló el jarrón contra la televisión y gritó. Llevaba meses encerrado en aquella casa, sin ocupar el día en otra cosa que ver la televisión y satisfacer sus necesidades básicas. Al principio era fácil convencerlo de que no debía salir, porque movía sus piernas con dificultad y a veces caía de rodillas. Pero a medida que se iba haciendo más ágil más difícil era tratar con él, y pasaba los horas y los días asomado a la ventana, viendo pasar la vida en el barrio. Lo peor era cuando llegaba el jueves. Dos doctores y una enfermera vestidos de paisano llamaban a la puerta e, indefectiblemente, Basilio se escondía con el pestillo echado en el cuarto de baño, como un perro asustado. Al final salia con la cabeza gacha y entraba con los sanitarios en una habitación habilitada como sala hospitalaria, de un blanco cegador, con una cama móvil y toda clase de instrumental médico. Ni Augusta ni Íñiguez sabían lo que pasaba allí. Por un lado estaban tranquilos porque Basilio no gritaba, pero les inquietaba que después de cada sesión se pasara la tarde y la noche sentado en el sofá con rostro inexpresivo en vez de mirar por la ventana, que era lo que solía hacer. A veces ese estado depresivo se alargaba días. Los médicos insistían en que sólo lo examinaban, en que todo formaba parte de un proceso para sacar una conclusión científica. Cada cierto tiempo, una vez cada mes o dos meses, aparecía un tipo bajito, encorvado, huesudo y de ojos casi transparentes. En esas ocasiones Íñiguez observaba intrigado cómo el silencio habitual de los doctores se tornaba en un inquietante cuchicheo en inglés.

Basilio era libre de salir a la calle. Nadie se lo prohibía. Él sólo había firmado un contrato con las autoridades para ser examinado periódicamente. Nada más. A cambio de dinero, claro, y sólo con una condición: él no recibiría ningún daño, ni físico ni mental. Uno de los doctores ya le había dicho a Íñiguez que si su caso salía a la luz ellos seguirían con la observación periódica en privado y en público negarían la evidencia. Los milagros son un asunto del pueblo y de la Iglesia, no nuestro, le dijeron a Íñiguez una vez. Y, efectivamente, todo el mundo lo tomó como un milagro. Salió de casa un domingo por la mañana, con las calles medio vacías. María, la peluquera, venía con su bolsa de churros y quedó petrificada, preguntándonse por qué aquel Basilio con piernas se dirigía con esa decisión de adolescente hacia la iglesia de San Patricio.

El cura no cesaba de gritar "esta es la casa de Dios" desde su púlpito. Y daban igual sus gestos desesperados o que levantara los brazos para dar más énfasis a su llamada. Los feligreses habían formado un tumulto desordenado en torno a Basilio. Lo tocaban, rozaban, le acariciaban las piernas, le preguntaban, se peleaban por estar cerca de él. Lloró "basta" casi en sollozos, se desembarazó de todos con un manotazo y salió sin rumbo. Todos lo siguieron respetuosamente en procesión, en silencio, y se fue uniendo más gente, los dispersos que paseaban en domingo o que tomaban el café de la media mañana. Augusta e Íñiguez estaban cerca, paralizados por una situación que parecía superarlos.

Basilio comenzó a ser presencia habitual en noticiarios y 'magazines' de televisión, ocupó páginas y páginas en la prensa escrita y algún programa de radio incluso llevó una unidad móvil al barrio. Había una cierta mirada irónica en el tratamiento de la información. Ningún medio estuvo nunca interesado en la verdad. Sí en la historia. De pronto, un milagrero pobre y sin estudios cautiva a todo un barrio y viene gente de toda la ciudad y de los pueblos de alrededor en peregrinación, y todos le aclaman como una especie de nuevo mesías, y la Iglesia, dubitativa al principio, acaba abrazando aquel fervor con la esperanza de aprovecharlo, y el arzobispo visita a Basilio, y famosos de todo pelaje quieren verlo, olerlo, tocarlo. La verdad sólo la creyeron los vecinos del barrio y los crédulos. A pesar de las evidencias fotográficas, a pesar de los cientos de testimonios, de la mayoría del público, empezando por los propios medios, se apoderó un 'complejo de Santo Tomás' irreductible, y todo lo atribuían a una suerte de alucinación colectiva, o a una mentira de alguien. Es verdad que en nada contribuía a la credibilidad del milagro las colas casi diarias para tocar a Basilio en la misma esquina de la farmacia o la extraña procesión nocturna que el día del aniversario de su aparición en la Iglesia se inventaron los más fanáticos: Basilio subido a un palio fabricado apresuradamente con madera y telas viejas y hachones en las cuatro esquinas. Las televisiones no perdieron la oportunidad de mostrar aquel grotesco espectáculo al mundo, y la mirada sobre Basilio pasó poco a poco de cierto escepticismo irónico a una risa casi piadosa.

Augusta murió a la edad de 91 años en silencio, igual que como había vivido. A Íñiguez no se le iban de la cabeza aquellos ojos petrificados de miedo cuando vio a Basilio andar torpemente hacia ella a la salida del hospital. Hay cuatro, cinco o seis momentos en la vida que son tan intensos que nuestra expresión cambia para siempre. A partir de entonces, Augusta siempre mantuvo ese resto de ojos asustados sin perder un poso de tristeza que siempre formó parte de su ser. El encierro de Basilio, primero, y su impúdica exhibición después, sumieron a la madre, además, en una incredulidad muda. Íñiguez pensaba que había dejado de vivir hace tiempo, pero la devoción con la que cuidaba de Basilio lo desmentía. A pesar de que fue reclamada por televisiones y buscavidas de todo orden, Augusta no se mostraba a los focos de la calle. Vivía casi encerrada en su casa, ataviada con una bata negra y, normalmente, sentada en el sofá con los brazos extendidos y las manos unidas, la izquierda encima de la derecha. Se levantaba para cocinar para Basilio, para ordenar y limpiar su cuarto con meticulosidad, para poner su ropa en la lavadora, para tenderla... Todos sus actos tenían que ver con él. Tan poco se ocupaba de sí misma y de todo lo que no tuviera que ver con él que Íñiguez tuvo que arreglar que una mujer ayudara en casa.

Lo que a Basilio le hundió no fue la muerte de su madre, sino no poder ir al entierro. Íñiguez tomó la decisión para que el sepelio no se convirtiera en un espectáculo. Él y su mujer fueron los únicos que dieron el último adiós a Augusta, cuya muerte pasó inadvertida para el barrio. Durante la misa, los pensamientos del farmacéutico no fueron dirigidos a la madre, sino a él. Intentó recordarlo como era antes del milagro: Basilio siempre se colocaba junto a su farmacia, con su silla de ruedas eléctrica. Todos lo querían. Los niños habían crecido con él, los viejos se habían hecho más viejos, los jóvenes se habían hecho padres... Basilio era el símbolo, casi, de esas conversaciones intrascendentes de barrio que hacían sentir en compañía comunitaria a los vecinos. Siempre había un lugar para hablar de cualquier cosa con Basilio, con pocas palabras, sin demasiadas intimidades: la familia va tirando, la cosa está floja, hoy parece que va a llover, la abuela está pachucha, han venido los primos a almorzar, ays, el reuma, por ahí tengo un trabajillo... Tópicos y azares de la vida que se repetían sin cesar, no importaba si los coches ahora eran mejores o había más luz de noche. Basilio, a su modo, era feliz. Quizás porque, a pesar de sus carencias, había encontrado un lugar en el mundo, el de vendedor de cupones de la farmacia Íñiguez, y porque todos lo querían. Se pasaba el día viendo pasar a sus vecinos y escuchando su nombre como una letanía. ¡Basilio!, y alguien decía cualquier cosa y pasaba de largo. ¡Basilio!, y era otro que le decía "qué bien te veo". ¡Basilio!, y uno le acariciaba el pelo, a ver si así tenía suerte.

Íñiguez cuidó de él los años posteriores a la muerte de Augusta. Basilio se había quedado en un estado de profunda apatía. Parecía como si el mundo, el barrio, lo hubiera decepcionado y ya sólo estuviera pendiente del paso del tiempo. Quizás el inconsciente colectivo se percató de aquel estado, porque a partir de entonces el barrio comenzó a dejar de ser la capital de milagro y volvió poco a poco a la normalidad. Pasados unos meses una televisión por allí o a algún loco predicador eran vistos como desencajados en el rutinario día a día. Basilio bajaba de vez en cuando, pero o bien era ignorado por aquellos que nunca soportaron la llegada de tanto advenedizo y le culparon de ello, o bien era objeto de bromas levemente hirientes por parte de los mismos que lo habían adorado cuando apareció aquella vez en la Iglesia. Los médicos ya lo habían dado como un caso perdido hacía mucho tiempo, y de aquel recuerdo de pruebas incesantes sólo quedaba aquella habitación de casa habilitada como sala hospitalaria, que no se abría desde hace años.

Tenía un pelo cano y abundante, muy enmarañado, Eso, sumado a sus ojos siempre asustados, le daban a Basilio un aspecto de vagabundo alucinado. Su rostro era enjuto, encogido, lo cual no casaba con su altura, por encima del metro y ochenta centímetros. Todo en él parecía tender a lo pequeño salvo su estatura, y lo más diminuto era su boca, siempre levemente entreabierta, como haciendo una figura casi redonda. Ya de muy mayor, conservaba aún un aspecto juvenil por sus ojos no sólo asustados, también inocentes, y por su andar enérgico que proporcionaban unas piernas que no tenían 75 años, sino apenas año y medio. Andaba lánguido, con los brazos caídos, y parecía que nunca tenía un propósito definido de hacer nada. Iba en chandal casi siempre, sucio y desaliñado, y era muy difícil saber qué pasaba por su mente. Tras la muerte de Augusta, lo mismo se pasaba las horas junto al mostrador de la farmacia de Íñiguez, de pie, que caminaba sin rumbo como un enfermo de 'alzheimer' que hubiera escapado de su casa. De joven sí sonreía, una sonrisa que apenas enseñaba los dientes y que acompañaba de un gesto de repetido asentimiento con la cabeza. Ahora lo más parecido a una sonrisa era un fruncimiento del ceño que algunos imaginaban que era ironía.

Íñiguez lo recogió muy temprano. Era el segundo aniversario de la muerte de Augusta y había decidido llevar a Basilio al cementerio. No lo había visto llorar, ni siquiera hablar de ella, desde su desaparición, y le parecía, no sabía muy bien por qué, que aquello no estaba bien. Por eso aquella fría y algo desapacible fría mañana de noviembre iniciaron un largo camino hacia el camposanto, en la esperanza de remover algo su alma. Basilio sentía pavor patológico por los autobuses, los coches y cualquier medio de transporte con motor, y sólo aceptó andar. Fueron dos horas muy largas para un Íñiguez ya mayor, que a duras penas podía seguir las zancadas de Basilio. No hablaron en todo el camino, pero Íñiguez podía percibir que a medida que se acercaban a la meta la expresión de Basilio se enternecía, y aquello le gustó.

Llegaron a mediodía. La tumba de Augusta estaba en un lugar en sombra lleno de malas hierbas y humedecido por la ausencia de sol durante el día. Íñiguez miró hacia arriba y le señaló el nicho, tres o cuatro cabezas por encima de ellos. Basilio miró quince minutos en silencio, y probó así la paciencia de Íñiguez, que no entendía ese exceso de actitud contemplativa. El farmacéutico observaba a un Basilio más humano, como el que fue antes del milagro, pero no llegó a ver el resultado que esperaba de remoción de sus emociones. Entonces, Basilio bajó la cabeza y lo miró. Era raro escucharlo hablar.

Íñiguez, dijo, qué pena hacerse viejo.          

jueves, 8 de enero de 2015

Amar el silencio


Desde hace 20 años, a Sergio Marínez lo despierta toda las mañanas 'In a sentimental mood', en la versión de Duke Ellington. Es el tema perfecto. La banda sonora de sí mismo subiendo a un tren vacío, con ese embriagador placer de sentir que se viaja casi sin ruido, nada más con un leve siseo adormecedor. Su primer pensamiento del día es ese: ojalá existiera ese tren, ojalá toda la vida transcurriera en él. Sólo se permitiría algunas decenas de libros y bonitos paisajes. Quizás que se subiera un amigo en alguna estación, pero sólo él mismo tendría el privilegio del viaje eterno.

Sergío Marínez acaba de cumplir 53, está casado, con tres hijos, trabaja desde hace 32 años en una compañía de seguros, los vende por teléfono, desde una cabina acristalada e impersonal, la misma de los últimos 32 años, el teléfono es lo único que se ha modernizado con el paso del tiempo. Marínez es bueno en su trabajo, pero lo es porque Marínez no trabaja. Es un actor que Marínez ha inventado, un señor encantadoramente agresivo, un mentiroso dulce... Cuando regresa a casa, Marínez es Marinez, pero sin llegan a serlo al fin, porque no puede serlo un señor que sueña con sentarse en el sofá con la televisión apagada sin hacer nada, pero eso es imposible, porque Silvia, su mujer, no soporta cocinar con la televisión apagada, y además lo obliga a bajar a comprar las hojas de laurel, que se le han olvidado, o cualquier otra cosa.

Sus hijos son presencias que entran y salen del salón, que le preguntan por alguna cuestión escolar que por supuesto no sabe, que le piden permiso para cualquier cosa, y él, por supuesto, lo da, que lo miran raro porque no saben cuál es exactamente su función en aquella casa y él, la verdad, tampoco. Julián, el mayor, estudia para ingeniero aeronáutico y es tan distinto. Siempre tan apegado a la madre, tan dinámico, con tantas ganas de comerse el mundo... Marínez piensa que es un propósito inútil, y qué además, sucede exactamente al revés: el mundo acaba comiéndonos a todos. Los otros dos, Pablo y Sergio, son más como él pero un poco más lelos. Lo cual es terrible, porque Marínez piensa que lo único que lo salva de su indolencia es una cierta inteligencia para precisamente poder permanecer en la indolencia.

Silvia lo trata como si fuera un hijo más, y por eso el matrimonio no se rompe. Le perdona sus torpezas y Marínez finje algunas más, las cuales también perdona. Le perdona sobre todo su pereza, que ella compensa con creces, y a cambio sólo le pide conversación. Lo cual es tan sencillo como estar atento y hacer la pregunta correcta en el momento correcto. Todo lo demás lo habla Silvia.

Total, que Marínez es un actor consumado, y existen muchos Marínez, y el que más le gustaba al propio Marínez dura unos pocos minutos, 'in a sentimental mood' en la madrugada.

Un 13 de abril de 2006 adelanta una hora el despertador. El tema que lo congracia con el Marínez verdadero suena a las seis en vez de a las siete, y de pronto Marínez se encuentra con una hora de vacío en su vida, sin Silvia, sin hijos, sin trabajo. Se coloca los auriculares de su iPod, va al sofá, se sienta y cierra los ojos para viajar en silencio. El tren está preparado para partir en la estación de Limoges-Bénédictins, en una fría y levemente lluviosa mañana de diciembre. Él va cargado de maletas vacías, con el propósito, absurdo e imposible de cumplir, de llenarlas a lo largo del camino. Está enfundado en un abrigo y una bufanda verdes, escondido su rostro hasta su nariz, aletargado por esa luz eléctrica ténue de los trenes cuando aún no ha salido el sol. Cuando el tren comienza a andar, siente un placer irreprimible. Alguien eleva el volumen de 'In a sentimental mood' y él eleva la persiana de la ventanilla: el perfil a contraluz, alejado, de la bellísima ciudad medieval y más adelante la elegancia del río Dordoña, el paisaje europeo tan en orden, tan acogedor que no parece posible que la naturaleza no contenga otra cosa que bondad.

Y así 'In a sentimental mood' pasa de Duke Ellington a Ella Fitgerald y la New York Jazz Lounge, pasando por Sonny Rollins o Art Tatum. Es la misma canción con distintos interprétes, como es el mismo paísaje con distintos árboles. Llega a la estación de Burdeos cuando el ruido de la cisterna lo enreda en el día. Silvia le pregunta qué hace ahí, él se levanta...

El 14 de abril de 2006 repite el mismo inconfesado placer, un tren para él, un 'In a sentimental mood' como banda sonora, nada más. El 15, también, el 16, el 17, el 18 y como él es un hombre de costumbres está tres años viajando por Europa y pensando en Asia...

Acaba de llegar a Estambul cuando comienzan a llegar los problemas, y Marínez no sabe cómo reaccionar. Había contado con Silvia como coartada para siempre, pero Silvia sufre un accidente de automóvil y está hospitalizada dos semanas por culpa de las cervicales. Casi las dos peores semanas de su vida. Entrar en el mundo real lo aburre y lo asusta a la vez, no porque tema de su capacidad, que no, sino porque no le apetece procesar miles de mensajes y ordenes al día. Organizar, hacer, controlar, deshacer... Marínez suele parodiar a Lenin: el estrés, ¿para qué? Y encima la crisis: en la compañía le empiezan a pedir objetivos imposibles, y cuando llega el papel de los lunes con los nuevos objetivos, él dice: imposible. Se lo dice así, alto, claro, a su supervisor, que encoge los hombros sin saber muy bien qué decir. El preferiría decir 'preferiría no hacerlo' pero 'imposible', dicho así, en tono firme, intimida más, cree Marínez.

Marínez se dice: sólo es temporal, y en cierto modo lo es, pero sólo en cierto. Silvia regresa a las dos semanas todavía convaleciente, y cuando pasado el tiempo se recupera del todo ya no es la Silvia de siempre, pierde energía, le falta el punto de sal en las comidas, las manchas de la camisa no se borran tras el lavado, aparecen espinas de pescado en la esquina del salón, incluso los chicos ven una cucaracha un día, signo inequívoco del fin del mundo en casa de los Marínez. Y en el trabajo envalontarse ya no vale de nada. Sigue ahí, vende lo justo para seguir, pero lleva como dos meses viendo caer piezas de dominó a su alrededor. Todo es como el 'Hundir la flota'. Él es casi el último transbordador vivo, y espera que 'el que despide' no acierte con la casilla. Marínez, como acto reflejo, agacha la cabeza cada vez que suena algún teléfono en la oficina.

De resultas Marínez podría haberse hecho más responsable y haber olvidado su viaje matinal en tren. No. Al contrario. Esos días, abrumado por todo en general, adelanta dos horas su reloj, lo cual le permitirá llegar más rápido a Bombay y conocer la mítica estación Chhatrapati Shivaji, una feliz mezcla de arte hindú y británico. Sabe que la red ferroviaria india, gracias al genio inglés, es la más intrincada del mundo, la más extensa, y que además es el principal elemento vertebrador de La India. Estará montado en el mítico Brand Trunk Express, tumbado en una de esas literas tan típicas de la segunda clase. Mirará por la ventana y verá grandes campos de té, el gran Ganges sucio e imponente, miles de personas hacinadas, bailando, cocinando, saltando, abrazándose, y de fondo 'In a sentimental mood'. Marínez soñaba con la noche.

Con el paso del tiempo, Marínez se va acompañando de algún que otro libro. Se lleva a Borges y a Chesterton, más que nada porque le gustan los juegos mentales. Siempre se enfada cada vez que relee 'Los inmortales' porque piensa que si él lo fuera no acabaría abotargado de haberlo vivido todo, como describe Borges. Uno no es inmortal para vivir. Es normal que esa ansiedad, la de vivir, la tengan los humanos porque van a morir, e intentan luchar inútilmente contra lo inevitable bebiendo vida. Pero si uno es consciente de que es inmortal simplemente está, no sobrevalora la vida como el mortal, y se consagra al pensamiento, a la sabiduría, que son más infinitos sin duda que la vida como experiencia.

Marínez sabe que es mortal pero actúa como un inmortal. Le importan más bien poco su presente, su pasado y su futuro. Si se casó, lo hizo porque la corriente lo había llevado hasta ahí en ese momento, si terminó en una compañía de seguros fue por la recomendación casual de un amigo. Su vida real le importa tan poco como a una hormiga su reivindicación como individuo. Le parece completa y totalmente una absurdez.

Sin embargo, ama perderse solo y en silencio, con sus pensamientos deslavazados, sus pequeños sueños imposibles, como tener una aventura con una italiana de Trento, o ponerse una chilaba una vez cada dos meses, sus fantasías pequeñas, como cantar 'Strangers in the night' a un cliente mientras le vende una póliza, o decirle a Silvia unas quinientas veces 'te quiero te quiero te quiero' sólo para ver su cara de boba sorprendida, y molesta. Por supuesto que llevar a la realidad todo esto hubiera tenido una consecuencia y una consecuencia de la consecuencia, y eso hubiera sido tan engorroso. Por lo que las deja ahí, fluyendo en un mundo sin consecuencias salvo para su propia salud mental que, a su edad, es algo que le trae más bien al pairo.

De dos horas pasa a tres, de tres a cuatro, de cuatro a cinco, de cinco a seis. Seis horas al día para viajar en tren. Para evitar sospechas, ya ni siquiera se levanta para ir al sofá. Abre los ojos, todavía medio cerrados por el pegajoso efecto de las legañas, y el tren empieza a partir mientras él mira campos de arroz en vez de el techo blanco de su propia casa. Siente el embriagador placer del silencio, y hasta empieza a retroceder en el tiempo y ahora está en un tren a vapor y las imágenes se tornan en película muda, con una única banda sonora: 'In a sentimental mood'. La experiencia es tan intensa que Marínez termina en trance y confundiendo el mundo real con una suerte de pesadilla cotidiana.

Cada vez más incapaz de actuar, se queda dormido mientras Silvia le dice algo, llama a los clientes para gritarles lo gilipollas que son, no aguanta la televisión, la apaga, aborrece la música que ponen sus hijos, le molesta el simple sonido de unos pasos por el pasillo. Ya ni duerme: entrecierra un poco los ojos y activa esa parte de su cerebro que viaja en tren, ese viaje eterno con el que siempre había soñado, y que ahora hace realidad ocho horas al día. Inventa ideas extravagantes, como viajar por encima de la muralla china, parar el tren cuando él desee para detenerse en un paísaje, pasar del blanco y negro al color, al cinemascope, ver osos pandas volar o asistir al paso aterrador de las feroces huestes de Gengis Khan.

El 15 de noviembre de 2009 es el mejor y el peor día de su vida a la vez. El transbordador es alcanzado por un misil probablemente de no muy largo alcance, se va tras 35 años trabajando en el mismo cubículo, con la única certidumbre de que su futuro es cada vez más un viaje en tren y menos una lucha diaria que para él ya carece de sentido. Ni siquiera la bronca de Silvia le hace el menor efecto. Amenaza con el divorcio y cumple su amenaza. Está demasiado dormido para el desamor, Silvia, desesperada, se va de casa dando un portazo y llevándose a sus tres hijos, y él se queda con todo para él, desconcertado, con ganas de llorar pero no por nada, porque él hubiera preferido siempre una vereda, un prado verde,  nada de andar por dios, nada de correr. Pero se vio obligado.

Esa noche comienza su lento viaje a la abstracción: día tras día todo lo que es decorado se difunina. El tren ya no va por geografías, ni él ve paisajes, ni suena 'In a sentimental mood' ni ninguna clase de sonido. Es el viaje en el silencio, compra unas orejeras potentes para aislarse incluso de día. Su único pensamiento es que va en un tren y viaja. Sin más. Sólo hace pausas para comer lo poco que hay en el frigorífico, y para comprar por internet, a veces.

Es consciente de que el trance al que se somete no puede ser eterno. Pero lo alarga años. Lleva una vida casi de monje de clausura, sentado en el sofá la mayor parte del tiempo, mirando la televisión apagada. Creyendo que está en un tren viajando, siempre viajando. Es feliz y desgraciado a la vez. El mundo no lo interrumpe, por fin,  pero él, a la vez, desea recuperar algo que no sea el simple vacío de estar ahí, sin más. Intenta imaginar un bosque cerca de Lovaina, ríos plácidos en Europa, pero ha retrocedido tanto en su viaje a la abstracción que ya es imposible para él siquiera un atisbo de imaginación. No comprendió en su día que su viaje en tren era tan bello que era un viaje a la muerte. Y ahora está con los ojos fijos en nada, muerto, tan muerto.

Un día, tras una llamada de Silvia, se dirige a la estación de Atocha, compra un billete para Zaragoza, el vagón está medio vacío, lo cual agradece. Se pone a leer 'Los inmortales'. El tren arranca, ahí va. Marínez baja en Calatayud. Va sin maleta, con el abrigo verde, bufanda del mismo color. En la estación espera hasta la noche, la madrugada ha entrado, hace frío. Ni un alma alrededor. Se sienta en el poyete que da a los raíles y lentamente, baja, y salta. Siente la rugosidad de los chinos. Hacia adelante no se ve nada, pero es lo mismo. Marínez anda.

El sonido que hacen las piedras al entrar sus pies en contacto con ellas es lo último que se queda en su memoria. Cuando quedan unos minutos para que salga el sol, un tren AVE lo arrolla con fría violencia y Marínez es empujado a un montón de escombros en la ladera. El AVE, insensible, se aleja a 300 kilómetros por hora, mientras Marínez yace plácido, casi sonriente cuando el sol comienza a bañarlo con sus rayos.