domingo, 5 de marzo de 2017

La vejez


No me gusta desayunar en casa. Creo que tiene que ver con mi tendencia hacia la huida. Me levanto y me noto encerrado, y a gran velocidad me visto y salgo. Aún en ese estado en el que no he tomado el café, es decir, somnoliento, veo a la pescadera preparando el género y apenas algún coche se para mientras cruzo el paso de cebra. Es entonces, realmente, cuando pienso mejor, porque cuando dejo de estar en ayunas ya estoy en el mundo, en sus problemas y sus azares, y el mundo, créanme, es el peor lugar para pensar.

Esta mañana mis pensamientos estuvieron fijos en mi madre, que encara sin resignación -he dicho bien, sin- la vejez. Mi cabeza tiende a empezar a divagar por las conclusiones, y si queréis saber por qué, preguntad a mi cabeza. Y además lo hace con una frase lapidaria, una frase redonda y definitiva. La de esta mañana fue: la juventud no tiene mérito, ninguno. Y ahora tengo que explicar esta frase, y, créanme, mi cabeza me ayuda menos a esto que al chispazo ingenioso estilo 'tuit'.

Empecemos a pensar. Creo de verdad que ser joven es fácil, que si no estás afectado por alguna tara, si puedes ir en bici, correr durante más de diez minutos, si follas sin sentir que eso es un esfuerzo, si, incluso, hay otros cuerpos que se sienten atraídos por ti..., entonces sientes que el poder de la vida está en ti. Cuando vas en una barca río abajo sólo tienes que dejarte llevar, y de hecho los jóvenes que lo pasan mal son aquellos que se empeñan en remontar río arriba, cuando lo tienen tan fácil para relajarse.

Pero, desgraciadamente, la vida no desemboca en el mar, sino que se curva y comienza a ascender, y a medida que se sube la pendiente es más empinada y a medida que se hace mayor el que fue joven tiene menos fuerza. Por eso me tomo la libertad de invertir la frase que inventé en mi somnolencia: la vejez tiene mérito.

Ayer me permití invadir la intimidad de mi madre, justo al levantarse de la cama, con la puerta todavía entrecerrada. Estaba sentada sobre ella, con el pantalón a medio subir, inclinada hacia adelante porque la espalda ya no da para más, aún sin dentadura, lo que le arruga las facciones de la cara, con los ojos infinitamente tristes (a su vez, esto lo escribo con tristeza), mirando a ninguna parte y sin completar eso tan fácil para  los humanos jóvenes: ponerse el pantalón. Sé, soy consciente, de que es su momento más difícil del día y me pareció impúdico interrumpirla. Que tarde lo que tenga que tardar, me dije. Cogí las llaves, aún sin desayunar, y salí a la calle, y en mi somnolencia pensé: la juventud no tiene mérito.

Cuando vuelvo ya está desayunando, bien, dentro de lo que cabe. Ya, al menos, no da la sensación de sufrimiento del momento de vestirse, pero ya he visto en sus ojos, en su cuerpo, que la maravillosa aventura de vivir se ha convertido para ella en la terrible aventura de vivir. También pienso que, habiendo cambiado el adjetivo, el sustantivo sigue siendo exactamente el mismo: aventura. 







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