jueves, 8 de enero de 2015

Amar el silencio


Desde hace 20 años, a Sergio Marínez lo despierta toda las mañanas 'In a sentimental mood', en la versión de Duke Ellington. Es el tema perfecto. La banda sonora de sí mismo subiendo a un tren vacío, con ese embriagador placer de sentir que se viaja casi sin ruido, nada más con un leve siseo adormecedor. Su primer pensamiento del día es ese: ojalá existiera ese tren, ojalá toda la vida transcurriera en él. Sólo se permitiría algunas decenas de libros y bonitos paisajes. Quizás que se subiera un amigo en alguna estación, pero sólo él mismo tendría el privilegio del viaje eterno.

Sergío Marínez acaba de cumplir 53, está casado, con tres hijos, trabaja desde hace 32 años en una compañía de seguros, los vende por teléfono, desde una cabina acristalada e impersonal, la misma de los últimos 32 años, el teléfono es lo único que se ha modernizado con el paso del tiempo. Marínez es bueno en su trabajo, pero lo es porque Marínez no trabaja. Es un actor que Marínez ha inventado, un señor encantadoramente agresivo, un mentiroso dulce... Cuando regresa a casa, Marínez es Marinez, pero sin llegan a serlo al fin, porque no puede serlo un señor que sueña con sentarse en el sofá con la televisión apagada sin hacer nada, pero eso es imposible, porque Silvia, su mujer, no soporta cocinar con la televisión apagada, y además lo obliga a bajar a comprar las hojas de laurel, que se le han olvidado, o cualquier otra cosa.

Sus hijos son presencias que entran y salen del salón, que le preguntan por alguna cuestión escolar que por supuesto no sabe, que le piden permiso para cualquier cosa, y él, por supuesto, lo da, que lo miran raro porque no saben cuál es exactamente su función en aquella casa y él, la verdad, tampoco. Julián, el mayor, estudia para ingeniero aeronáutico y es tan distinto. Siempre tan apegado a la madre, tan dinámico, con tantas ganas de comerse el mundo... Marínez piensa que es un propósito inútil, y qué además, sucede exactamente al revés: el mundo acaba comiéndonos a todos. Los otros dos, Pablo y Sergio, son más como él pero un poco más lelos. Lo cual es terrible, porque Marínez piensa que lo único que lo salva de su indolencia es una cierta inteligencia para precisamente poder permanecer en la indolencia.

Silvia lo trata como si fuera un hijo más, y por eso el matrimonio no se rompe. Le perdona sus torpezas y Marínez finje algunas más, las cuales también perdona. Le perdona sobre todo su pereza, que ella compensa con creces, y a cambio sólo le pide conversación. Lo cual es tan sencillo como estar atento y hacer la pregunta correcta en el momento correcto. Todo lo demás lo habla Silvia.

Total, que Marínez es un actor consumado, y existen muchos Marínez, y el que más le gustaba al propio Marínez dura unos pocos minutos, 'in a sentimental mood' en la madrugada.

Un 13 de abril de 2006 adelanta una hora el despertador. El tema que lo congracia con el Marínez verdadero suena a las seis en vez de a las siete, y de pronto Marínez se encuentra con una hora de vacío en su vida, sin Silvia, sin hijos, sin trabajo. Se coloca los auriculares de su iPod, va al sofá, se sienta y cierra los ojos para viajar en silencio. El tren está preparado para partir en la estación de Limoges-Bénédictins, en una fría y levemente lluviosa mañana de diciembre. Él va cargado de maletas vacías, con el propósito, absurdo e imposible de cumplir, de llenarlas a lo largo del camino. Está enfundado en un abrigo y una bufanda verdes, escondido su rostro hasta su nariz, aletargado por esa luz eléctrica ténue de los trenes cuando aún no ha salido el sol. Cuando el tren comienza a andar, siente un placer irreprimible. Alguien eleva el volumen de 'In a sentimental mood' y él eleva la persiana de la ventanilla: el perfil a contraluz, alejado, de la bellísima ciudad medieval y más adelante la elegancia del río Dordoña, el paisaje europeo tan en orden, tan acogedor que no parece posible que la naturaleza no contenga otra cosa que bondad.

Y así 'In a sentimental mood' pasa de Duke Ellington a Ella Fitgerald y la New York Jazz Lounge, pasando por Sonny Rollins o Art Tatum. Es la misma canción con distintos interprétes, como es el mismo paísaje con distintos árboles. Llega a la estación de Burdeos cuando el ruido de la cisterna lo enreda en el día. Silvia le pregunta qué hace ahí, él se levanta...

El 14 de abril de 2006 repite el mismo inconfesado placer, un tren para él, un 'In a sentimental mood' como banda sonora, nada más. El 15, también, el 16, el 17, el 18 y como él es un hombre de costumbres está tres años viajando por Europa y pensando en Asia...

Acaba de llegar a Estambul cuando comienzan a llegar los problemas, y Marínez no sabe cómo reaccionar. Había contado con Silvia como coartada para siempre, pero Silvia sufre un accidente de automóvil y está hospitalizada dos semanas por culpa de las cervicales. Casi las dos peores semanas de su vida. Entrar en el mundo real lo aburre y lo asusta a la vez, no porque tema de su capacidad, que no, sino porque no le apetece procesar miles de mensajes y ordenes al día. Organizar, hacer, controlar, deshacer... Marínez suele parodiar a Lenin: el estrés, ¿para qué? Y encima la crisis: en la compañía le empiezan a pedir objetivos imposibles, y cuando llega el papel de los lunes con los nuevos objetivos, él dice: imposible. Se lo dice así, alto, claro, a su supervisor, que encoge los hombros sin saber muy bien qué decir. El preferiría decir 'preferiría no hacerlo' pero 'imposible', dicho así, en tono firme, intimida más, cree Marínez.

Marínez se dice: sólo es temporal, y en cierto modo lo es, pero sólo en cierto. Silvia regresa a las dos semanas todavía convaleciente, y cuando pasado el tiempo se recupera del todo ya no es la Silvia de siempre, pierde energía, le falta el punto de sal en las comidas, las manchas de la camisa no se borran tras el lavado, aparecen espinas de pescado en la esquina del salón, incluso los chicos ven una cucaracha un día, signo inequívoco del fin del mundo en casa de los Marínez. Y en el trabajo envalontarse ya no vale de nada. Sigue ahí, vende lo justo para seguir, pero lleva como dos meses viendo caer piezas de dominó a su alrededor. Todo es como el 'Hundir la flota'. Él es casi el último transbordador vivo, y espera que 'el que despide' no acierte con la casilla. Marínez, como acto reflejo, agacha la cabeza cada vez que suena algún teléfono en la oficina.

De resultas Marínez podría haberse hecho más responsable y haber olvidado su viaje matinal en tren. No. Al contrario. Esos días, abrumado por todo en general, adelanta dos horas su reloj, lo cual le permitirá llegar más rápido a Bombay y conocer la mítica estación Chhatrapati Shivaji, una feliz mezcla de arte hindú y británico. Sabe que la red ferroviaria india, gracias al genio inglés, es la más intrincada del mundo, la más extensa, y que además es el principal elemento vertebrador de La India. Estará montado en el mítico Brand Trunk Express, tumbado en una de esas literas tan típicas de la segunda clase. Mirará por la ventana y verá grandes campos de té, el gran Ganges sucio e imponente, miles de personas hacinadas, bailando, cocinando, saltando, abrazándose, y de fondo 'In a sentimental mood'. Marínez soñaba con la noche.

Con el paso del tiempo, Marínez se va acompañando de algún que otro libro. Se lleva a Borges y a Chesterton, más que nada porque le gustan los juegos mentales. Siempre se enfada cada vez que relee 'Los inmortales' porque piensa que si él lo fuera no acabaría abotargado de haberlo vivido todo, como describe Borges. Uno no es inmortal para vivir. Es normal que esa ansiedad, la de vivir, la tengan los humanos porque van a morir, e intentan luchar inútilmente contra lo inevitable bebiendo vida. Pero si uno es consciente de que es inmortal simplemente está, no sobrevalora la vida como el mortal, y se consagra al pensamiento, a la sabiduría, que son más infinitos sin duda que la vida como experiencia.

Marínez sabe que es mortal pero actúa como un inmortal. Le importan más bien poco su presente, su pasado y su futuro. Si se casó, lo hizo porque la corriente lo había llevado hasta ahí en ese momento, si terminó en una compañía de seguros fue por la recomendación casual de un amigo. Su vida real le importa tan poco como a una hormiga su reivindicación como individuo. Le parece completa y totalmente una absurdez.

Sin embargo, ama perderse solo y en silencio, con sus pensamientos deslavazados, sus pequeños sueños imposibles, como tener una aventura con una italiana de Trento, o ponerse una chilaba una vez cada dos meses, sus fantasías pequeñas, como cantar 'Strangers in the night' a un cliente mientras le vende una póliza, o decirle a Silvia unas quinientas veces 'te quiero te quiero te quiero' sólo para ver su cara de boba sorprendida, y molesta. Por supuesto que llevar a la realidad todo esto hubiera tenido una consecuencia y una consecuencia de la consecuencia, y eso hubiera sido tan engorroso. Por lo que las deja ahí, fluyendo en un mundo sin consecuencias salvo para su propia salud mental que, a su edad, es algo que le trae más bien al pairo.

De dos horas pasa a tres, de tres a cuatro, de cuatro a cinco, de cinco a seis. Seis horas al día para viajar en tren. Para evitar sospechas, ya ni siquiera se levanta para ir al sofá. Abre los ojos, todavía medio cerrados por el pegajoso efecto de las legañas, y el tren empieza a partir mientras él mira campos de arroz en vez de el techo blanco de su propia casa. Siente el embriagador placer del silencio, y hasta empieza a retroceder en el tiempo y ahora está en un tren a vapor y las imágenes se tornan en película muda, con una única banda sonora: 'In a sentimental mood'. La experiencia es tan intensa que Marínez termina en trance y confundiendo el mundo real con una suerte de pesadilla cotidiana.

Cada vez más incapaz de actuar, se queda dormido mientras Silvia le dice algo, llama a los clientes para gritarles lo gilipollas que son, no aguanta la televisión, la apaga, aborrece la música que ponen sus hijos, le molesta el simple sonido de unos pasos por el pasillo. Ya ni duerme: entrecierra un poco los ojos y activa esa parte de su cerebro que viaja en tren, ese viaje eterno con el que siempre había soñado, y que ahora hace realidad ocho horas al día. Inventa ideas extravagantes, como viajar por encima de la muralla china, parar el tren cuando él desee para detenerse en un paísaje, pasar del blanco y negro al color, al cinemascope, ver osos pandas volar o asistir al paso aterrador de las feroces huestes de Gengis Khan.

El 15 de noviembre de 2009 es el mejor y el peor día de su vida a la vez. El transbordador es alcanzado por un misil probablemente de no muy largo alcance, se va tras 35 años trabajando en el mismo cubículo, con la única certidumbre de que su futuro es cada vez más un viaje en tren y menos una lucha diaria que para él ya carece de sentido. Ni siquiera la bronca de Silvia le hace el menor efecto. Amenaza con el divorcio y cumple su amenaza. Está demasiado dormido para el desamor, Silvia, desesperada, se va de casa dando un portazo y llevándose a sus tres hijos, y él se queda con todo para él, desconcertado, con ganas de llorar pero no por nada, porque él hubiera preferido siempre una vereda, un prado verde,  nada de andar por dios, nada de correr. Pero se vio obligado.

Esa noche comienza su lento viaje a la abstracción: día tras día todo lo que es decorado se difunina. El tren ya no va por geografías, ni él ve paisajes, ni suena 'In a sentimental mood' ni ninguna clase de sonido. Es el viaje en el silencio, compra unas orejeras potentes para aislarse incluso de día. Su único pensamiento es que va en un tren y viaja. Sin más. Sólo hace pausas para comer lo poco que hay en el frigorífico, y para comprar por internet, a veces.

Es consciente de que el trance al que se somete no puede ser eterno. Pero lo alarga años. Lleva una vida casi de monje de clausura, sentado en el sofá la mayor parte del tiempo, mirando la televisión apagada. Creyendo que está en un tren viajando, siempre viajando. Es feliz y desgraciado a la vez. El mundo no lo interrumpe, por fin,  pero él, a la vez, desea recuperar algo que no sea el simple vacío de estar ahí, sin más. Intenta imaginar un bosque cerca de Lovaina, ríos plácidos en Europa, pero ha retrocedido tanto en su viaje a la abstracción que ya es imposible para él siquiera un atisbo de imaginación. No comprendió en su día que su viaje en tren era tan bello que era un viaje a la muerte. Y ahora está con los ojos fijos en nada, muerto, tan muerto.

Un día, tras una llamada de Silvia, se dirige a la estación de Atocha, compra un billete para Zaragoza, el vagón está medio vacío, lo cual agradece. Se pone a leer 'Los inmortales'. El tren arranca, ahí va. Marínez baja en Calatayud. Va sin maleta, con el abrigo verde, bufanda del mismo color. En la estación espera hasta la noche, la madrugada ha entrado, hace frío. Ni un alma alrededor. Se sienta en el poyete que da a los raíles y lentamente, baja, y salta. Siente la rugosidad de los chinos. Hacia adelante no se ve nada, pero es lo mismo. Marínez anda.

El sonido que hacen las piedras al entrar sus pies en contacto con ellas es lo último que se queda en su memoria. Cuando quedan unos minutos para que salga el sol, un tren AVE lo arrolla con fría violencia y Marínez es empujado a un montón de escombros en la ladera. El AVE, insensible, se aleja a 300 kilómetros por hora, mientras Marínez yace plácido, casi sonriente cuando el sol comienza a bañarlo con sus rayos.