sábado, 7 de febrero de 2015

El milagro de Basilio


A Basilio comenzaron a crecerle las piernas a los pocos meses de su 54 cumpleaños, cuando fue al médico porque sentía un dolor agudo en sus muñones. El doctor Metre, su médico de familia de toda la vida, tuvo la capacidad para observar que los muñones eran tres o cuatro centímetros mayores que la última vez, y lo envió al hospital central de inmediato. El doctor Flores, el más eminente traumatólogo de la ciudad, no creyó la versión del doctor Metre, pero tuvo que dar su brazo a torcer a los pocos meses, cuando comprobó que las piernas, efectivamente, crecían.

Basilio estuvo en observación varios meses, y día a día los doctores certificaron que sus piernas seguían creciendo. Le hicieron decenas de pruebas. Al hospital acudieron las principales eminencias mundiales en amputación de miembros y discapacidad física, pero estuvieron muy lejos de encontrar evidencias. Sólo atinaron a elaborar teorías. La más aceptada era que Basilio había desarrollado un anticáncer, una especie de metástasis al revés, un proceso en el que las células se multiplicaban inexplicablemente, e iban formando los huesos, tejidos musculares, arterias, venas y piel que eran la pierna.

Basilio apareció en la iglesia de San Patricio como un resucitado. Su ensortijada barba le llegaba a la cintura y tenía los ojos fuera de su órbita. Miraba a izquierda y derecha, pero apenas si reconocía a nadie. Efectivamente, andaba. Por el barrio habían corrido muchos rumores, desde que había muerto por un error de la medicina y los de arriba trataban de ocultarlo hasta que había cruzado el Atlántico en barco para vender cupones en Buenos Aires o Acapulco. Pero nadie adivinó que Basilio podía andar y que estaba escondido de todos y todo por puro embarazo. Sólo Íñiguez y su madre conocían el secreto, y mientras Íñiguez creía que exponer a Basilio al mundo destrozaría su alma cándida, su madre atribuía todo a la mano siniestra del demonio, y estaba convencida de que a su hijo lo tratarían como un apestado en cuanto diera un paso más allá de la puerta de su casa.

Y Basilio... Basilio sólo tenía miedo.
                           
Augusta, su madre, no supo al principio por qué estaba en el hospital. Los médicos mantuvieron oculto su caso, y ni siquiera informaron a las autoridades administrativas. Y él fue en esas tres semanas de pruebas y más pruebas un turbio secreto de la comunidad médica, que no era partidaria de dar a conocer el presunto milagro hasta que hubiera una explicación científica. La madre fue convencida de que su hijo había sido infectado por un extraño virus que obligaba a encerrarlo sin comunicación alguna con el exterior, ni siquiera visual. El farmacéutico Íñiguez, indignado, protestó, pero entre siseos fue convencido de que lo mejor era dejar las cosas así. Íñiguez fue cómplice del engaño. Sus visitas fueron diarias y le llevaba, de vez en cuando, 'tuppers' para el almuerzo y la cena. Porque Augusta se quedaba allí, día y noche, en la sala de espera, con su mirada de vieja cansada. Los vecinos, el cura, el carnicero, María la peluquera, todos, le prestaron una visita los cuatro o cinco primeros días, pero sólo Íñiguez alargó las suyas. Él se sentaba media hora, una hora, con Augusta, y a veces ella veía cómo él se dirigía a los médicos y les consultaba. Augusta preguntaba, y Íñiguez no sabía si decirle la verdad, aunque era inevitable que Basilio saliera un día de allí.

Íñiguez supo que se había llegado al límite cuando Basilio estrelló el jarrón contra la televisión y gritó. Llevaba meses encerrado en aquella casa, sin ocupar el día en otra cosa que ver la televisión y satisfacer sus necesidades básicas. Al principio era fácil convencerlo de que no debía salir, porque movía sus piernas con dificultad y a veces caía de rodillas. Pero a medida que se iba haciendo más ágil más difícil era tratar con él, y pasaba los horas y los días asomado a la ventana, viendo pasar la vida en el barrio. Lo peor era cuando llegaba el jueves. Dos doctores y una enfermera vestidos de paisano llamaban a la puerta e, indefectiblemente, Basilio se escondía con el pestillo echado en el cuarto de baño, como un perro asustado. Al final salia con la cabeza gacha y entraba con los sanitarios en una habitación habilitada como sala hospitalaria, de un blanco cegador, con una cama móvil y toda clase de instrumental médico. Ni Augusta ni Íñiguez sabían lo que pasaba allí. Por un lado estaban tranquilos porque Basilio no gritaba, pero les inquietaba que después de cada sesión se pasara la tarde y la noche sentado en el sofá con rostro inexpresivo en vez de mirar por la ventana, que era lo que solía hacer. A veces ese estado depresivo se alargaba días. Los médicos insistían en que sólo lo examinaban, en que todo formaba parte de un proceso para sacar una conclusión científica. Cada cierto tiempo, una vez cada mes o dos meses, aparecía un tipo bajito, encorvado, huesudo y de ojos casi transparentes. En esas ocasiones Íñiguez observaba intrigado cómo el silencio habitual de los doctores se tornaba en un inquietante cuchicheo en inglés.

Basilio era libre de salir a la calle. Nadie se lo prohibía. Él sólo había firmado un contrato con las autoridades para ser examinado periódicamente. Nada más. A cambio de dinero, claro, y sólo con una condición: él no recibiría ningún daño, ni físico ni mental. Uno de los doctores ya le había dicho a Íñiguez que si su caso salía a la luz ellos seguirían con la observación periódica en privado y en público negarían la evidencia. Los milagros son un asunto del pueblo y de la Iglesia, no nuestro, le dijeron a Íñiguez una vez. Y, efectivamente, todo el mundo lo tomó como un milagro. Salió de casa un domingo por la mañana, con las calles medio vacías. María, la peluquera, venía con su bolsa de churros y quedó petrificada, preguntándonse por qué aquel Basilio con piernas se dirigía con esa decisión de adolescente hacia la iglesia de San Patricio.

El cura no cesaba de gritar "esta es la casa de Dios" desde su púlpito. Y daban igual sus gestos desesperados o que levantara los brazos para dar más énfasis a su llamada. Los feligreses habían formado un tumulto desordenado en torno a Basilio. Lo tocaban, rozaban, le acariciaban las piernas, le preguntaban, se peleaban por estar cerca de él. Lloró "basta" casi en sollozos, se desembarazó de todos con un manotazo y salió sin rumbo. Todos lo siguieron respetuosamente en procesión, en silencio, y se fue uniendo más gente, los dispersos que paseaban en domingo o que tomaban el café de la media mañana. Augusta e Íñiguez estaban cerca, paralizados por una situación que parecía superarlos.

Basilio comenzó a ser presencia habitual en noticiarios y 'magazines' de televisión, ocupó páginas y páginas en la prensa escrita y algún programa de radio incluso llevó una unidad móvil al barrio. Había una cierta mirada irónica en el tratamiento de la información. Ningún medio estuvo nunca interesado en la verdad. Sí en la historia. De pronto, un milagrero pobre y sin estudios cautiva a todo un barrio y viene gente de toda la ciudad y de los pueblos de alrededor en peregrinación, y todos le aclaman como una especie de nuevo mesías, y la Iglesia, dubitativa al principio, acaba abrazando aquel fervor con la esperanza de aprovecharlo, y el arzobispo visita a Basilio, y famosos de todo pelaje quieren verlo, olerlo, tocarlo. La verdad sólo la creyeron los vecinos del barrio y los crédulos. A pesar de las evidencias fotográficas, a pesar de los cientos de testimonios, de la mayoría del público, empezando por los propios medios, se apoderó un 'complejo de Santo Tomás' irreductible, y todo lo atribuían a una suerte de alucinación colectiva, o a una mentira de alguien. Es verdad que en nada contribuía a la credibilidad del milagro las colas casi diarias para tocar a Basilio en la misma esquina de la farmacia o la extraña procesión nocturna que el día del aniversario de su aparición en la Iglesia se inventaron los más fanáticos: Basilio subido a un palio fabricado apresuradamente con madera y telas viejas y hachones en las cuatro esquinas. Las televisiones no perdieron la oportunidad de mostrar aquel grotesco espectáculo al mundo, y la mirada sobre Basilio pasó poco a poco de cierto escepticismo irónico a una risa casi piadosa.

Augusta murió a la edad de 91 años en silencio, igual que como había vivido. A Íñiguez no se le iban de la cabeza aquellos ojos petrificados de miedo cuando vio a Basilio andar torpemente hacia ella a la salida del hospital. Hay cuatro, cinco o seis momentos en la vida que son tan intensos que nuestra expresión cambia para siempre. A partir de entonces, Augusta siempre mantuvo ese resto de ojos asustados sin perder un poso de tristeza que siempre formó parte de su ser. El encierro de Basilio, primero, y su impúdica exhibición después, sumieron a la madre, además, en una incredulidad muda. Íñiguez pensaba que había dejado de vivir hace tiempo, pero la devoción con la que cuidaba de Basilio lo desmentía. A pesar de que fue reclamada por televisiones y buscavidas de todo orden, Augusta no se mostraba a los focos de la calle. Vivía casi encerrada en su casa, ataviada con una bata negra y, normalmente, sentada en el sofá con los brazos extendidos y las manos unidas, la izquierda encima de la derecha. Se levantaba para cocinar para Basilio, para ordenar y limpiar su cuarto con meticulosidad, para poner su ropa en la lavadora, para tenderla... Todos sus actos tenían que ver con él. Tan poco se ocupaba de sí misma y de todo lo que no tuviera que ver con él que Íñiguez tuvo que arreglar que una mujer ayudara en casa.

Lo que a Basilio le hundió no fue la muerte de su madre, sino no poder ir al entierro. Íñiguez tomó la decisión para que el sepelio no se convirtiera en un espectáculo. Él y su mujer fueron los únicos que dieron el último adiós a Augusta, cuya muerte pasó inadvertida para el barrio. Durante la misa, los pensamientos del farmacéutico no fueron dirigidos a la madre, sino a él. Intentó recordarlo como era antes del milagro: Basilio siempre se colocaba junto a su farmacia, con su silla de ruedas eléctrica. Todos lo querían. Los niños habían crecido con él, los viejos se habían hecho más viejos, los jóvenes se habían hecho padres... Basilio era el símbolo, casi, de esas conversaciones intrascendentes de barrio que hacían sentir en compañía comunitaria a los vecinos. Siempre había un lugar para hablar de cualquier cosa con Basilio, con pocas palabras, sin demasiadas intimidades: la familia va tirando, la cosa está floja, hoy parece que va a llover, la abuela está pachucha, han venido los primos a almorzar, ays, el reuma, por ahí tengo un trabajillo... Tópicos y azares de la vida que se repetían sin cesar, no importaba si los coches ahora eran mejores o había más luz de noche. Basilio, a su modo, era feliz. Quizás porque, a pesar de sus carencias, había encontrado un lugar en el mundo, el de vendedor de cupones de la farmacia Íñiguez, y porque todos lo querían. Se pasaba el día viendo pasar a sus vecinos y escuchando su nombre como una letanía. ¡Basilio!, y alguien decía cualquier cosa y pasaba de largo. ¡Basilio!, y era otro que le decía "qué bien te veo". ¡Basilio!, y uno le acariciaba el pelo, a ver si así tenía suerte.

Íñiguez cuidó de él los años posteriores a la muerte de Augusta. Basilio se había quedado en un estado de profunda apatía. Parecía como si el mundo, el barrio, lo hubiera decepcionado y ya sólo estuviera pendiente del paso del tiempo. Quizás el inconsciente colectivo se percató de aquel estado, porque a partir de entonces el barrio comenzó a dejar de ser la capital de milagro y volvió poco a poco a la normalidad. Pasados unos meses una televisión por allí o a algún loco predicador eran vistos como desencajados en el rutinario día a día. Basilio bajaba de vez en cuando, pero o bien era ignorado por aquellos que nunca soportaron la llegada de tanto advenedizo y le culparon de ello, o bien era objeto de bromas levemente hirientes por parte de los mismos que lo habían adorado cuando apareció aquella vez en la Iglesia. Los médicos ya lo habían dado como un caso perdido hacía mucho tiempo, y de aquel recuerdo de pruebas incesantes sólo quedaba aquella habitación de casa habilitada como sala hospitalaria, que no se abría desde hace años.

Tenía un pelo cano y abundante, muy enmarañado, Eso, sumado a sus ojos siempre asustados, le daban a Basilio un aspecto de vagabundo alucinado. Su rostro era enjuto, encogido, lo cual no casaba con su altura, por encima del metro y ochenta centímetros. Todo en él parecía tender a lo pequeño salvo su estatura, y lo más diminuto era su boca, siempre levemente entreabierta, como haciendo una figura casi redonda. Ya de muy mayor, conservaba aún un aspecto juvenil por sus ojos no sólo asustados, también inocentes, y por su andar enérgico que proporcionaban unas piernas que no tenían 75 años, sino apenas año y medio. Andaba lánguido, con los brazos caídos, y parecía que nunca tenía un propósito definido de hacer nada. Iba en chandal casi siempre, sucio y desaliñado, y era muy difícil saber qué pasaba por su mente. Tras la muerte de Augusta, lo mismo se pasaba las horas junto al mostrador de la farmacia de Íñiguez, de pie, que caminaba sin rumbo como un enfermo de 'alzheimer' que hubiera escapado de su casa. De joven sí sonreía, una sonrisa que apenas enseñaba los dientes y que acompañaba de un gesto de repetido asentimiento con la cabeza. Ahora lo más parecido a una sonrisa era un fruncimiento del ceño que algunos imaginaban que era ironía.

Íñiguez lo recogió muy temprano. Era el segundo aniversario de la muerte de Augusta y había decidido llevar a Basilio al cementerio. No lo había visto llorar, ni siquiera hablar de ella, desde su desaparición, y le parecía, no sabía muy bien por qué, que aquello no estaba bien. Por eso aquella fría y algo desapacible fría mañana de noviembre iniciaron un largo camino hacia el camposanto, en la esperanza de remover algo su alma. Basilio sentía pavor patológico por los autobuses, los coches y cualquier medio de transporte con motor, y sólo aceptó andar. Fueron dos horas muy largas para un Íñiguez ya mayor, que a duras penas podía seguir las zancadas de Basilio. No hablaron en todo el camino, pero Íñiguez podía percibir que a medida que se acercaban a la meta la expresión de Basilio se enternecía, y aquello le gustó.

Llegaron a mediodía. La tumba de Augusta estaba en un lugar en sombra lleno de malas hierbas y humedecido por la ausencia de sol durante el día. Íñiguez miró hacia arriba y le señaló el nicho, tres o cuatro cabezas por encima de ellos. Basilio miró quince minutos en silencio, y probó así la paciencia de Íñiguez, que no entendía ese exceso de actitud contemplativa. El farmacéutico observaba a un Basilio más humano, como el que fue antes del milagro, pero no llegó a ver el resultado que esperaba de remoción de sus emociones. Entonces, Basilio bajó la cabeza y lo miró. Era raro escucharlo hablar.

Íñiguez, dijo, qué pena hacerse viejo.