miércoles, 8 de marzo de 2017

La isla a mediodía


Confieso que no soy un lector voraz. Ni siquiera constante. En esto de los libros me siento un barco a la deriva, un viajero sin guía. Leo más, o menos, según épocas, según intereses efímeros, conversaciones con amigos, lecturas apresuradas de prensa, paseos improvisados por librerías de centros comerciales masivos... El otro día eché un vistazo a mi pequeña, muy pequeña, biblioteca  y me di cuenta de que hacía tiempo que nada nuevo añadía a ella, y de que la mayoría de mis libros están amarillentos y recubiertos de una capa de polvo que revela más mi pereza para la limpieza que el inevitable paso del tiempo.

Me dije: voy a jugar. Me propuse elegir un libro al azar y leer dos o tres páginas escogidas de manera automática, en la no muy sólida esperanza de que eso me revelara algún ignoto significado simbólico, o, algo más realista, en la idea de sentir el placer de la lectura no por lo que me cuentan, sino por cómo me lo cuentan. Amo la literatura más por la magia de la palabra que por su fuerza fabuladora. Me gusta más saborear una página decenas de veces que sentirme absorbido por la historia. Me gusta más pararme para que algo nunca termine que apresurarme hacia un final que, por su propia naturaleza, siempre decepciona, porque después del final no hay nada.

Tocó Cortázar, el volumen 3 de sus relatos completos de la edición de bolsillo de Alianza Editorial, que todos los adolescentes inquietos manejamos en algún momento. Recorrí sus páginas como el 'croupier' que acaricia la baraja antes de la partida, y me paré en un relato, 'La isla a mediodía', que, voy a ser sincero, no recordaba. El azar, además, varió mi idea inicial de lectura. Ahora iba a leer algo cerrado en sí mismo, completo, una historia, y como buen marino a la deriva decidí aceptar lo que me vino. Como casi siempre, por otro lado.

Redescubrir a Cortázar tiene un poco de redescubrimiento de uno mismo. Me doy cuenta de hasta qué punto soy un imitador. Yo, como él, siempre intento buscar la magia en lo cotidiano y también anhelo esa clase de música invisible que hace que leer sus cuentos sea algo así como hacerse el muerto en el mar y nada más sentir el suave empuje del oleaje. 'La isla a mediodía' tiene eso, como todos sus relatos, y también en el contenido hay una especie de búsqueda al modo de Maqroll, el héroe-antihéroe de Álvaro Mutis, cuando decía que lo que más echaba de menos de toda su vida pasada era un brebaje indefinido del que no recordaba el sabor. La nostalgia de lo que nunca tuvimos es la más fuerte, y en este caso nuestro protagonista, el de 'La isla a mediodía', siente esa atracción por una isla diminuta e ignota del Egeo mientras sobrevuela el Mediterráneo en avión, algo que hace regularmente a mediodía por motivos de trabajo.

La fijación por la isla crece hasta la locura, hasta ser el único eje de su vida. Se interesa por la forma de vida de sus escasos habitantes, por su geografía, por su historia, imagina curvaturas de la orilla, colinas en el centro, matorrales, pescadores inmutables en el espacio y en el tiempo. Maquina la forma de llegar allí y quedarse, y vivir ahí parado, bañado por el sol, sin más aspiración que poner la caña de pescar y esperar, viviendo con diez nativos o doce, sin más ruido que el de las olas y los pájaros.

Y lo consigue. El lector, yo, asiste a su primer día en la isla, pero no advierte felicidad y sólo se queda con una anécdota de mal augurio: nuestro protagonista se hace daño al caminar entre las encrespadas rocas de la isla. Nada bueno. De pronto, pasa su avión por allí y él mira hacia arriba y yo, el lector, tengo que dejar de leer porque el autobús ha llegado a su destino. Despierto y me veo bajando las escaleras y encaminándome hacia el trabajo, pero, como buen imitador de Cortázar, imaginando un final para aquella historia, un final redondo como todos los suyos.

Pienso en un espejo que refleja nuestros sueños. Nos miramos en él y enfrente está nuestro yo feliz, quizás con un peinado más agresivo, elegantemente vestido, ojos que desprenden seguridad, algo como esos anuncios publicitarios del antes y después. Imagino que eso le pasa a nuestro protagonista: en la isla el avión es el espejo y en el avión lo es la isla. Al final él se mira a sí mismo, o, mejor dicho, a una posibilidad de sí mismo. Todos soñamos, o hemos soñado alguna vez, con vivir todas nuestras posibilidades, todos sentimos que nos hubiera gustado hacer algo pero también somos conscientes de que lo normal es que no lo hayamos hecho. Todos nos miramos en espejos continuamente y todos nos vemos peor (como somos ahora) y mejor (como nos gustaría ser). La isla me sugiere esa posibilidad de una vida diferente, pero, una vez que él está en la isla, el avión también lo es, pero con una ventaja: ya pasó por ella, por esa otra vida, una vez. De ahí que yo cerrara el cuento de Cortázar con una especie de regreso al avión, un qué hago yo aquí (en la isla), una vuelta a lo que es y fue uno, cobarde quizás pero fiel, un amargo pero realista final que nos dice que no podemos dejar de ser lo que somos, que avanzamos piedra sobre piedra, que no podemos volar.

Pero ese no es el final. Ni se le parece. Cortázar plantea precisamente lo opuesto a lo que yo me había imaginado. Que nosotros morimos algunas veces en la vida y volvemos a nacer, que morimos, y también nacemos, a veces cada varios años, a veces cada pocos meses, a veces cada varias semanas, a veces cada día. Y que el hecho de que el avión se estrelle junto a la isla y aparezca un solo cadáver en la orilla, y de que sea precisamente nuestro protagonista el que lo traiga a la orilla (ya muerto) significa, eso creo yo, que eso que representa el avión ha muerto y que él mismo lo está, que la isla es su cielo después de morir (y nacer) y que él, en realidad, es ese cadáver que removió hasta la isla y que se estrelló, como todos, en las aguas del mar Mediterráneo.












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