Cuando
vio a su tía, Ángela se extrañó. "¿Y mamá?", le dijo.
"Hoy vienes conmigo", se limitó a responder, y en sus ojos
Ángela detectó que algo no iba bien. La tía la tomó de la mano
con una fuerza inusual y comenzó a caminar en silencio. Iba tan
rápido que Ángela apenas si podía estar a su altura y, a veces,
tenía que correr unos segundos para no caer al suelo. La mochila le pesaba más de lo normal. "Me haces
daño", le decía, pero no la escuchaba.
Entraron
en la casa y la tía sentó a Ángela en el sofá y le puso la
televisión. Cambió de canal varias veces y finalmente paró en el
único que emitía dibujos animados. A Ángela siempre le había
hecho mucha gracia el "pipi" del pájaro de El
correcaminos, pero en aquella ocasión solo era capaz de mirar cómo
su tía apenas susurraba al teléfono mientras daba vueltas por toda
la casa. Por fin, sin descolgar el aparato, le dijo a Ángela, en voz
más alta de lo normal: "Ángela, tienes que ser buena. Dentro
de un rato irás a ver a mamá, pero por ahora te tienes que quedar
aquí". "¿Qué pasa?", acertó a decir la niña.
"Ella te lo contará. Ahora solo te pido que seas buena y tengas
un poquito de paciencia".
El coyote se pasó de frenada y, como siempre, fue incapaz de atrapar al
pájaro. Ángela sentía cómo la miraba el marido de su tía. Su
fotografía en blanco y negro, de enormes dimensiones, dominaba todo
el salón. Pero no solo era él: San Judas Tadeo, el Cristo de los
Milagros, la Inmaculada y gente que no conocía, suponía que sus
bisabuelos y tatarabuelos, también la observaban y parecía como si
le quisieran decir algo. Aprovechó que Lucía fue un momento al baño
para marcharse. "Pipi", escucho mientras se iba.
Lo
primero que vio cuando le abrieron la puerta de casa fue un bosque de
piernas. Varías personas pronunciaron su nombre pero Ángela no fue
capaz de precisar quiénes. Había demasiada gente. "¡Mamá!",
gritó, y el murmullo insoportable cesó. Pensó a continuación que
las gafas negras de su madre, siempre tan enormes, iban a juego con
el vestido. La madre se agachó y Ángela pudo verla a su altura.
"Hola Ángela, mira, la abuela se ha marchado, por algún
tiempo. No sabemos cuándo va a volver". "¿Dónde ha ido?,
¿Dónde está la abuela?". Alguien, allá arriba, dijo:
"Ángela, en el cielo" y Ángela vio que era el amigo de
mamá. Quedó en silencio. Fue al patio y allí vio la
silla de enea verde donde todos los días se sentaba su abuela a
cantar coplas. Últimamente era lo único que hacía.
Ángela
atravesó el bosque de piernas y salió. Corrió sin rumbo por el
pueblo y pensó qué bueno sería vivir en una ciudad, donde poder
perderse en las calles y donde nadie conoce a nadie. Finalmente,
decidió ir a casa de su amiga Águeda. Tenía miedo de que un adulto
le abriera la puerta pero fue ella. "Vamos", dijo, "a
buscar a mi abuela. Está con Cielo". "¿Quién es Cielo?"
"No lo sé, pero vamos". Águeda, siempre deseosa de
aventura, aceptó, y propuso que, quizás, Cielo fuera la hija del
panadero, a quien la madre llamaba todo el tiempo Cielo.
Llamaron
a la puerta y comenzaron a gritar las dos al unísono: ¡Cielooooo, Cielooooo! Abrió una mujer anciana, y las invitó a entrar. Ángela
escuchó una copla al fondo. "¡Abuelaaaa, abuelaaaa!".
Pero era la televisión: Marifé de Triana cantaba "Te he de
querer para siempre". "Mi abuela canta en el patio coplas,
esta canción casi todos los días", dijo la niña. La mujer la
miró con ternura. "Sí, la conozco -dijo-; es una gran mujer.
Cuando era joven cantaba en teatros y cabarets de Madrid. Fue un poco
famosa y lo podía haber sido más, pero se enamoró y se tuvo que
venir al pueblo". "La estamos buscando. Creíamos que
estaba aquí”. “No, aquí no está, jaja, ¿por qué habéis
pensado eso?” “Aquí vive la hija del panadero, y la madre la
llama cielo todo el tiempo”. “Pero tú, Ángela, deberías estar
con tu madre y no buscando a tu abuela...”.
En
ese momento, Ángela corrió y Águeda fue detrás. Pararon en el
camino que subía al monte sobre el que se alzaba el pueblo. Ya que
estaban, subieron. Quizá arriba esté Cielo, pensó Ángela. Águeda
tomó un palo del camino y comenzó a cantar: ¡María de la O!, y
Ángela se lo robo y continuó: ¡Qué desgrasiaita, gitana tu
eres, teniendolo tó”. Subió a una piedra y comenzó a
actuar, como si estuviera en un teatro de Madrid. “Él vino en un
barco, de nombre extranjero. Lo encontré en el puerto un
anochecer...”. Águeda se sentó, y aplaudió a rabiar cada vez que
Ángela terminaba una canción. “Te quiero más que a mis ojos. Te
quiero más que a mi vía...”.
Espera,
dijo Águeda. ¿Escuchas? “En el café de Levante, entre palmas y
alegrías, canta la Zarzamora...” La copla sonaba arriba y Ángela
pensó que, por fin, había encontrado a su abuela, y que quizás no
estaba con Cielo sino que allí arriba estaba el cielo. Vieron que la
música procedía de una choza hecha con cuatro o cinco troncos y un
montón de ramas a modo de techo. Una mujer joven con delantal sucio
hacía un cocido de berzas con un hornillo. Una radio vieja emitía
coplas y ella las acompañaba. Tiene una voz bonita, pensó Ángela,
decepcionada.
La
gitana invitó a los niñas a cocido y les preguntó que hacían
allí. “Busco a mi abuela, que está en el cielo”. “Con cielo”,
quiso rectificar Águeda, pero Ángela la ignoró. “Así que en el
cielo”, afirmó la gitana. “¿Y desde cuándo?”. “Pues hoy se
fue”. La mujer hizo un mohín de sorpresa, y soltó: “Chiquilla,
tu abuela está muerta”. “¿Muerta?”. “Sí, ya no está, se
acabó, finito”. Y se fue a fregar los platos a un arroyo que
pasaba por allí.
Ángela
escuchó su nombre. Primero pareció un rumor, pero con el tiempo
éste se fue agrandando y compendió. “¡Aquí está!”, dijo
alguien. Su madre corrió hacia ella, la abrazó, la besó por todo
el cuerpo. “Ven”, le dijo, y caminaron las dos a un aparte. Si
miraba hacia abajo, estaba el pueblo. Si miraba al frente, un campo
inmenso de olivares. Soplaba el viento. Casi lo escuchaba más que a
su madre. “Hija, la abuela se fue, no va a volver”. “¿Nunca?”
Y la madre se vio incapaz de decir la palabra “nunca”. Se le hacía
un nudo en la garganta, nunca no podía ser posible.
“Por
lo menos muchos, muchos años”, acertó a decir.
“¿Y
cuánto tiempo es muchos años?”
La
madre ya no respondió, tomó a Ángela de la mano y ambas bajaron la
vereda en silencio. Solo se escuchaban el silbar del viento.