Recién levantado, casi desnudo, vio la maleta en el rellano.
Volvió a la cama. No tenía ganas de cruzarse con ella, ni de despedirse, ni de llorar. Resolvió dormir, faltar a todos sus compromisos del día. Sólo dormir.
Al día siguiente se hizo el café solo, almorzó solo, cenó solo.
Un día, volvió a enamorarse. Y varios meses después, volvió a ver la maleta en el rellano.
Y varios meses o años después, el amor regresó y, tal y como esperaba, la maleta volvió a aparecer un día en el rellano.
A veces, la maleta era de él. Otras, de ella. Pero siempre estaba ahí, a la entrada de la casa, como un fantasma, presente aun en su ausencia.
Y tantas maletas acabaron por superar el umbral de su dolor.
Ya no sentía nada cada vez que veía una en el rellano.
Y no sabía si eso era mejor o peor.
jueves, 30 de abril de 2009
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