lunes, 3 de agosto de 2009

Tormenta de verano

Estoy acostumbrado a ver muertes. Quiero decir, estoy acostumbrado a ver formas de morir. Está mejor, parece que funciona el tratamiento, y, de pronto, no está. Está dormida, lleva mucho tiempo dormida, y se diría que sigue dormida de no ser porque está muerta. La peor es la muerte agónica, porque sufrir es humano, pero sufrir justo antes de morir no. Quisiera creer que Dios existe y ese sufrimiento no es inútil, pero no tengo ni creo que vaya a tener ya mucha fe. De todas formas, la muerte que más me impresiona es la lúcida. He conocido casos de personas que sabían que iban a morir esa misma tarde o esa misma noche, y lo decían, a su marido, a su madre o a su hijo.

No sé hasta qué punto es terrible ser consciente de que vas a morir ya. De que en unas horas pasarás a ser nada, o por lo menos nada en este mundo. ¿Qué dices entonces? ¿De qué hablas? ¿Qué piensas?

No dejo de pensar en la muerte, la semana pasada, de una mujer de 35 años. En la sección de Oncología del Hospital Viña del Mar no acabamos de acostumbrarnos a que las personas con cáncer sean cada vez más jóvenes. Los médicos sabíamos que lo de aquella mujer era irreversible. Las personas cercanas tienden a esperar como inevitable y hasta cierto punto liberador la muerte de una persona que ha vivido todo lo que tenía que vivir. Pasa todo lo contrario cuando el proyecto vital se queda a la mitad: entonces quieres creer en los milagros, y te agarras a cualquier esperanza de vida. Resulta imposible creer en la verdad cuando ésta es amarga.

Sara estaba lúcida cuando supo que su muerte era inminente. Se lo dijo a su marido, y éste reaccionó hablando del futuro, de la casa de verano que acababan de comprar y de la que disfrutarían viendo crecer a Luis, el niño de diez años que permanecía junto a él absorto, más sorprendido que apenado al contemplar por primera vez la presencia de la muerte. A los médicos no nos gustaba que el hijo de Sara estuviera en la habitación, pero ese era el deseo de ella y de su marido. "Quiero que el niño aprenda a valorar la vida", argumentó paradójica Sara, y quizás no comprendí nada aquel día, pero quizás también sí.

Durante el rato que estuve con ellos, mientras comprobaba la constantes vitales de Sara, los vi recordar episodios de su vida juntos. Cómo se conocieron, el noviazgo, el día de la boda, la llegada del niño, todo aquello, en fin, que forma parte de la rutina humana. Lo he olvidado todo excepto un episodio. Durante su viaje de novios en Centroamérica, no recuerdo ni el país ni el lugar, caminaban los dos camino del hotel. Hacía un sol abrasador y el trayecto era largo, y además sin sombra posible porque aquello era un descampado. De pronto, comenzó a llover, una lluvia furiosa, como si cayera un oceano al suelo. Los dos corrieron con todas sus fuerzas para librarse de aquella acometida de la naturaleza. Ella cayó de rodillas, y así permaneció unos instantes. Cuando él la fue a recoger gritó con todas sus fuerzas y se tumbó boca arriba. Ella habló de las millones de gotas que impactaron en su cuerpo. En aquel momento, cerró los ojos y sólo tuvo activo su sentido del tacto. Se sintió viva.

La perspectiva del marido, del que no recuerdo el nombre, era otra. Veía a una mujer empapadísima, maravillosamente empapada; el agua la había transparentado, estaba desnuda, espléndidamente desnuda. Había tenido ganas de hacerle el amor allí mismo, y se lo dijo, pero sólo le dio un beso.

Certificamos la muerte de Sara sobre la media noche. Luis seguía absorto y el marido había decidido adoptar esa pose de dignidad que vence a la muerte a la que tan acostumbrados estamos los médicos. Me apretó la mano hasta dolerme. Lo vi irse por el pasillo lento, con la mano derecha sobre el hombro del niño.

Afuera, sonó un trueno y comenzó a llover.

"Parece que esta noche tenemos tormenta", me dijo el celador.

Abrí la ventana de la habitación. Allí estaba Sara, esperando a que la recogieran para ir al depósito de cadáveres. Pero antes de eso quise que le cayeran unas últimas gotas de lluvia, quizás con la absurda esperanza de que volviera a la vida, al menos un minuto, para que sintiera de nuevo el sabor de la tormenta.

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