lunes, 2 de febrero de 2009

Orient Express

Subí, en mi vida, unas catorce veces en el Orient Express, siempre por motivos de trabajo. Por entonces yo tendría unos treinta años y era delegado para Europa del Este de una promotora inmobiliaria con sede social en Madrid.

La primera vez que la vi no le di importancia. Era una mujer madura pero bella, estilizada, pero como tantas de raza eslava que yo acostumbraba a ver todos los días. Sí me llamó la atención que leyera un periódico viejo, tanto que ya parecía un papiro amarillento que iba a disolver en instantes.

El tren de las 12.15 partió y ella estaba a mi vera. Me dormí, me desperté, llegué a mi destino.

La segunda vez que la vi no estaba en mi compartimento. Se cruzó conmigo cuando ella venía de la cafetería y yo iba. Recuerdo que iba vestida igual que la primera vez: un sueter azul y falda también azul. Muy sencilla, y el periódico tenía el mismo aspecto demacrado de la otra ocasión.

La tercera vez la encontré en la estación. Leía un diario fechazo en Moscú el 12 de enero de 1994. Es lo único que pude entender, pues todo lo demás estaba en cirílico. Me pareció que se absorbía mucho en la lectura.

Aunque no creía en esas cosas, pensé que era un fantasma y que no podía ser de otro modo. La vi cientos de veces en mis viajes. Un día se acercó a mi compartimento y me pidió que le ayudara a colocar su maleta en un armario. Tras superar el susto, aproveché la ocasión:

--Ese periódico (estaba encima de su cama), ¿es muy viejo, no?

--Sí, es un recuerdo.

--¿Un recuerdo?

--Sí.

No quiso hablar más, y por unos minutos creí que jamás iba a conocer su misterio. Pero creo que le inspiré confianza. Me mostró una esquela en la página 58. Estaba en cirílico.

--Es la esquela de Petrov, mi ex marido.

No dijo nada más y yo tampoco quise preguntar.

Entendí que a esa mujer se le había parado el reloj un mes de enero de 1994 y que viajaba para huir del presente y del futuro. Quizá pidiera billetes hacia el pasado cada día, en la ventanilla.

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