domingo, 31 de octubre de 2010

Época de mentiras

Un entrevistado me decía, el otro día, que uno de los problemas que tenemos los españoles es que no queremos saber la verdad. Yo creo que ese no es un defecto nacional, sino que es propio de nuestro tiempo. Tengo una metáfora para eso: conducimos un día soleado ante un maravilloso paisaje, mientras escuchamos las canciones de nuestro artista o grupo favorito. Estamos ante tal estado de felicidad que no vemos el precipicio que hay ante nosotros.

Cuando caemos, ignoramos nuestras heridas y pasamos por alto el hecho de que el coche está destrozado. Quizás haya algún modo de volver a hacerlo funcionar.

Por eso nadie, o casi nadie, vio venir la crisis. Yo creo, en realidad, que nadie se atrevió a decir la verdad. ¿O es que los bancos no sabían que tenían empeñado demasiado patrimonio en activos fuera de su control y que eso podía volverse en su contra? En un mundo anestesiado como este, la cruda realidad se obvia. Sacamos pecho cuando todo va bien y nos escondemos cuando llegan las vacas flacas. Ejemplo: las grandes empresas. Magnífica política de comunicación hasta 2007, opacidad y maquillaje a partir de 2008.

La suciedad, mejor debajo del sofá. La Iglesia silenció o minimizó durante años el escándalo de sus curas pederastas. Sé que muchos piensan que la razón es la corrupción intrínseca de la jerarquía vaticana, pero yo no creo que haya mucha diferencia entre el comportamiento de la curia y el de cualquier político de nuestro tiempo. Es la imagen, estúpido, que diría Clinton. No importa cómo seas en realidad si tienes buena imagen. La Iglesia lleva 2.000 años experimentándolo.

Atacar una situación crítica, aunque sea muy tímidamente, tiene un coste tan alto desde el punto de vista mediático que nadie lo hace. Ratzinger se ha llevado multitud de palos tras reconocer que hay un problema, y en realidad quien se los merece es su antecesor. Si el papa polaco hubiera puesto freno a la situación en su momento, el dolor sería mucho menor. Igual pasa con Zapatero. Estuvo dormido dos años, hasta que en mayo sus compañeros europeos acabaron despertándolo con un buen grito. La patada en el culo de Zapatero, ya se sabe, se la llevaron los españoles.

Hoy, en la prensa, he leído algo muy al hilo de esto. Las comunidades autónomas están emprendiendo una oleada de pequeños recortes en el sistema sanitario público, desde reducir las contrataciones temporales hasta suprimir la merienda para los pacientes hospitalizados. Y, al mismo tiempo, el Ministerio de Sanidad y las regiones llegan a un pacto político para limitar la espera para ingresar en un hospital a un máximo de seis meses. Cualquiera con un mínimo de sentido común sabe que si hay recortes eso va a ser imposible, pero parece mejor dulcificar las malas noticias con objetivos loables que oculten la realidad. Igual ocurre con la morosidad. Cualquiera que viva en el mundo sabe que en España nadie paga en 30 días. Ni siquiera en 60. Los primeros que no lo hacen son las Administraciones Públicas. Pero esa misma Administración hace una ley para obligar a pagar en 30. Se legisla al margen de la realidad. Las leyes sirven si están apegadas al terreno. Si las normas se dedican a gobernar un mundo ideal, quizás mejore el mundo ideal, pero el real desde luego que no.

Echo de menos a los políticos verdaderamente sinceros. Ser esclavo de la imagen implica, casi siempre, no decir la verdad, mentir. Y eso ataca el sentido común.El ministro de Educación, Ángel Gabilondo, es un especimen raro en ese sentido. Dice las cosas con naturalidad. Defiende su política -faltaría más-, pero al mismo tiempo admite los problemas. Mira, me digo, un político que no es sectario. Eso sí, no da un titular. Porque, ojo también está el otro extremo: aquel que para llamar la atención dice 'las verdades' de forma cruda, sin tamizar. Si este tipo de personajes fueran fotógrafos de guerra, captarían las imágenes de las vísceras de las víctimas y las publicarían en primera.

Es cierto que transmitiría la realidad tal cual, pero despreciaría otros valores, como la mesura o la sensibilidad. Por eso es importante precisar que ser sincero, en el sentido al que me refiero, implica también difundir aquello que se considera necesario, sin entrar en detalles que no añaden nada. Y hacerlo, claro está, con educación. Pero los políticos de hoy tienen miedo a eso, básicamente porque temen caer en un renuncio. Mejor recurrir al argumentario de partido, que no deja de ser siempre una cortina de humo, o, directamente, mejor no hablar.

Y, mientras, las ideas escasean.

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