miércoles, 24 de diciembre de 2008

La bella durmiente

Ding dong.

Cada día, al abrir la puerta de la cafetería, un sonido avisaba de que un cliente nuevo entraba. Cuando ese cliente era yo, ella sonreía.

Aprovechaba mi presencia allí para tomarse su descanso y afuera, junto al cristal, sorbíamos los dos un capuchino recién hecho. Yo apenas sabía nada de ella. Hablábamos de temas banales, pero un día la vi desoladamente triste.

--¿Qué te pasa?
--Me duele aquí, y me tomó la mano hasta conducirla un poco más arriba de su pecho izquierdo.
--¿Y sabes por qué?
--No. No lo sé.

No se me ocurrió otra forma de consolarla que relatarle un cuento.

"Erasé una vez una princesa perdida en un país extraño. Iba a lomos de un caballo negro..."

--¿A dónde iba?

--Ni ella lo sabía. Sabía que buscaba algo, pero no sabía el qué.

--Aja. Continúa.

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Al día siguiente, lo primero que hice fue preguntarle.

--¿Cómo estás?
--Me duele... Quiero que sigas con el cuento.
--Como quieras.

"Un día, la princesa llegó a un pueblo extraño. Las casitas era muy bajas y todos los hombres, iguales. No había ninguna mujer, y todos los hombres eran extrañamente bajitos y rechonchos, con bombín, todos con el rostro exactamente igual, hinchado, y los ojos muy pequeños. Quiso hablar con alguien para preguntar no sabía bien el qué, pero al notar una tenaz indiferencia resolvió marchar. Y cruzó el pueblo"

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--Pero, ¿qué busca la princesa?
--Ya te lo dije. No lo sabe. ¿Te sigue doliendo ahí?
--Sí.
--¿Es fuerte?

Ella sonrió dulcemente y yo pensé que era imposible que una sonrisa así pudiera sentir dolor.

--Es invisible, respondió, enigmática.

--Continúa, me dijo.

"La princesa llevaba días ya viajando a lomos de su caballo, en esa búsqueda sin nombre ni apellidos que había empezado. Una noche, la luna se le acercó como a un metro de su rostro, y se puso a hablarle, como nos podría hablar a ti o a mí. Princesa, le dijo, ¿sabes de qué reino eres, sabes quién es tu príncipe, sabes a qué perteneces? La princesa le dijo a todo que no, y de la luna salió una pequeña lágrima. No llores, le dijo la princesa. Seguro que encuentro mi camino. La luna le dijo que le seguiría allá donde fuera y que podía contar con ella para lo que quisiera".

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En los días siguientes seguí con mi cuento: relaté cómo la princesa había amansado a las ratas que se habían apoderado de una pequeña aldea; cómo un apuesto príncipe había querido llevársela a su reino y cómo ella había huido al galope por el bosque más frondoso que viera ojo humano; cómo una pitonisa le había dicho que iba a encontrar lo que buscaba si caminaba por el desierto cuarenta días y cuarenta noches. Y así lo hizo, pero no encontró nada. Días y días, meses y meses, años y años, a lomos de su caballo, bajo el sol y la lluvia, la nieve y el granizo, el viento y la brisa. Un día indeterminado cayó al suelo, desfallecida.

--¿Y qué pasó?
--Se quedó ahí
--¿Muerta?
--Dicen que si un príncipe la besa despertará, pero yo personalmente creo que eso es un mito. Ella sigue ahí, tumbada, y nadie sabe si muerta o dormida.

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--¿Te sigue doliendo?
--Sí
--¿Algún amor del pasado?
--Seguramente.

Otra vez sonrió. Yo acerqué mi boca a sus labios y la besé. Ella cerró los ojos y aceptó mi oferta, pero cuando terminó aquel instante infinito su mirada me dijo: no.

Nunca volví a aparecer por la cafetería. No sé si a ella ha dejado de dolerle, ni siquiera sé si le gustó mi cuento, pues nunca me dijo nada. Sólo sé que nunca, nunca más, tendré tantos deseos de besar a alguien como a ella aquel día en el que la vi por última vez.

lunes, 22 de diciembre de 2008

Microrrelato (2)

Mi primo y yo solíamos hacer algo de senderismo los sábados por la mañana. Un día, caminando entre olivares, vimos a unos obreros que trabajaban en algo extraño, una especie de arco del triunfo en medio de olivos. Pregunte:

--¿Y esto?

--Nuestro jefe, que anda un poco mal de la cabeza.

--¿Cómo?

--Sí, ha ordenado construir diez puertas en su finca. Esta es la segunda. Todo porque un día alguien le dijo que no se podían poner puertas al campo. Y el muy cabezón respondió: ¿cómo que no?

miércoles, 17 de diciembre de 2008

El impostor

Examinó los contadores de la luz de aquella vivienda y, con unas tijeras, cortó cables a diestro y siniestro, sin importarle si eran verdes o rojos, gruesos o finos. Todo un estropicio, aunque antes, muy educado, había avisado a todos y cada uno de los vecinos de que iba a cortar el suministro de electricidad.

Satisfecho, escribió de inmediato el parte: "Mal estado del cableado general. Necesita una revisión en profundidad. Se requiere instrumental más especializado, así como revisión de las estructuras para comprobar el cableado. Posible necesidad de inspección en el subsuelo. Fdo: Fulgencio López".

Fulgencio entregó su escrito en administración central y nunca más volvió a pisar aquellas dependencias. Su atentado contra los contadores de la luz de aquella vivienda fue su extraña y particular venganza contra la oficina de empleo por haberle llamado para trabajar de instalador electricista cuando en realidad él es licenciado en Derecho.

lunes, 15 de diciembre de 2008

Homenaje a Benedetti

Un hombre viejo, de esos a los que les gusta que les llamen viejos porque son viejos y no ancianos ni mayores, toma un café a media mañana en el bar donde toma un café todos los días a media mañana. No se ha peinado, alguna mancha se le ve en su camisa usada, sus gafas de alta graduación están manchadas por sus huellas dactilares, sus dedos tiemblan cuando mueve la cucharilla para disolver el azúcar. Lo bebe lento.

A su lado tiene un libro, su libro, un libro de Benedetti titulado 'La borra del café'. A esas alturas de su vida, leer es la única ocupación que le produce placer. Lee a todas horas, en casa y en la calle, cuando hace algo y cuando no hace nada. Tiene la buena costumbre, arraigada desde su niñez, de apuntar en una libreta, de todos los libros que lee, aquellas palabras que no entiende o que, por una u otra causa, le llaman la atención.

Toma su bolígrafo y apunta. Remanente: aquello que queda de algo.

Mira atónito el fondo de su taza: azúcar mojado y algunas partículas de café que se han resistido a la disolución. Introduce el índice de su mano derecha en el recipiente y se lo lleva a la boca. Comprueba que el sabor es dulce, muy dulce. Y apunta en su libreta. Remanente: el dulce de la borra del café.

sábado, 13 de diciembre de 2008

Felicidad


Aquí estoy. Es una fotografía de ayer. Paula me mira risueña y al mismo tiempo irónica, como diciendo: qué rídiculo estás con ese sombrero de cowboy, pero así, ridículo y todo, eres mi hombre. Yo me pongo en mi papel y sólo sonrío por la parte derecha de mis labios. En realidad, sólo me hago el interesante. Paula, sin embargo, obvia la cámara por completo y sólo tiene ojos para mí. Pudiera parecer que yo soy el gran protagonista de la fotografía (encima, ella es mucho más bajita que yo), pero yo no lo veo así. Es cierto que la primera vista de cualquier observador se dirige a mí, pero yo me digo que ella es como otra luz que me ilumina, otra luz además de la de la cámara. Sin luz no hay objeto y vale más tener luz propia que vivir del destello ajeno.



Aquí hace dos años. Es mi último partido de fútbol en el barrio, antes de la retirada definitiva. Es el minuto 46 de la segunda parte y acabo de marcar un gol. Se diría que es un final feliz, pero es mentira. En ese preciso instante me di cuenta de que los finales felices no existen. Un final nunca es feliz, porque en los finales siempre dejas cosas que amas atrás y yo dejé los domingos en los que jugaba al fútbol con mis amigos. Esta es una foto que aprecio por su valor metafórico: unos cuantos hombres de pelo en pecho amontonados, tanto que parecemos un sólo ser. A mí no se me ve. De tanto abrazo, mi presencia se difumina hasta hacerse invisible.


Hace diez años. Llueve, vaya si llueve. Con una chamarreta verde, corro (o salto, no sé) hacia ninguna parte, en un suelo repleto de hojas secas, con una botella de whisky en la mano. Ni con lupa consigo ver qué marca es. En un segundo plano, Pedro da vueltas sobre sí mismo con las manos extendidas y mirando al cielo. Qué mojado está. ¿Qué sería de él? Le perdí la pista. Antonio, Lucas y Paula, que aún no era mi novia, están ahí esquinados, resguardados bajo un árbol frondoso, ajenos por completo a nosotros. La fotografía está borrosa, quizás porque no había luz suficiente, lo cual le da aún más encanto. Dice Paula que ya podía haber venido un huracán entonces que yo hubiera seguido dando vueltas sin sentido. ¿Estaba borracho?, le pregunto cada vez que vemos juntos la imagen. "Qué más da. No es lo mismo beber para curar las penas que beber para celebrar la vida. Y eso hacías tú".


¿Cómo es posible que un complicadísimo proceso celular pueda tener algún significado emocional? Me voy a explicar: técnicamente, un ojo es una conjunción de células, cada una con una función, capaces de crear pequeños órganos (el iris, el cristalino) y de transmitir información al cerebro. ¿Incluso la tristeza, incluso la alegría, o incluso la bondad o el vacío? Es un misterio, y es lo que me pregunto cuando veo este primer plano. Tenía yo quince años. Parece que acabo de descubrir el mundo, y todavía no salgo de mi asombro. Ahora, mientras escribo, lo veo: no, no estoy asustado. Estoy procesando toda información, todas las emociones, todas las experiencias que se me vienen encima, y me pregunto si estoy preparado para asumirlas. En la foto hay sorpresa y ansiedad por vivir. Por vivir ya. Debe ser un fotomatón, porque sólo mirándome a un espejo, o a algo parecido, puedo tener esa sensación. Paula dice que me como mucho el coco y que en esa foto se ve a un adolescente, nada más. Quizás Paula tenga razón.
La felicidad es creer de verdad que eres un superhéroe de los que salva al mundo. Ahí estoy, en mi casa familiar, desafiando a mi padre, el fotógrafo, con una espada de plástico. Me han disfrazado de El Zorro. Cuando uno es niño, cree que nada es imposible. De verdad. Nos hacemos mayores y hacemos el esfuerzo de creer esa idea tan hermosa, pero cuesta tanto... De niño es todo tan fácil. Te disfrazas de El Zorro y eres El Zorro. Cualquier posibilidad es real, hasta creer en los Reyes Magos. El disfraz me lo regaló el Rey Gaspar, a quien le escribí una carta de agradecimiento que aún conservo. Después fui El Zorro y creo que por unos años salvé al mundo.

Si resumieramos nuestra vida por las fotos que nos hicieron sería todo alegría y placidez. No conservamos imágenes del entierro de nuestros seres queridos, ni de la firma del divorcio, ni de cuando de niños llorábamos por las cosas más nimias, ni de cuándo estamos enfermos en el hospital. Si muero, me gustaría que mi reencarnación fuera pasear por un álbum de fotos y volver a ser todo lo feliz que fui tantas veces. Volver a ser El Zorro y el adolescente asombrado y ansioso, volver a emborracharme para celebrar la vida, volver a jugar al fútbol con mis amigos por el placer de estar con mis amigos, y volver a enamorarme de Paula, y volver a sentir que ella es mi luz.

jueves, 11 de diciembre de 2008

Niños (bis)

A petición de una amiga voy a cambiar a tiempo presente uno de los relatos que escribí, 'Niños'. Igual que ella, creo que queda mejor así.


La abuela Luci se queda al cuidado de los niños mientras Ángela visita a Luis.

El vestíbulo del hospital es un barullo de ir y venir de gente. A un lado y al otro del pasillo de entrada, decenas de personas esperan, con paciencia o impaciencia, solos o acompañados. El murmullo general es de tono bajo. Parece como un susurro gigante.

Tania y Oscar ven en aquel escenario la oportunidad ideal de jugar al escondite. Mientras Luci hace punto de cruz, con un ojo en la lana y otro en los niños, Oscar se pega de espaldas a una de las esquinas del vestíbulo y comienza a contar. Uno, dos, tres, cuatro, cinco... Entonces, gira su cuerpo y comienza a buscar.

Tras un primer intento infructuoso, se pone a gatas y se desliza entre las piernas de la variable multitud. De pronto, ve a Tania y los dos comienzan una carrera enfurecida por el vestíbulo. Chocan con al menos tres personas que van por el pasillo central, y todos miraban sonrientes, con sonrisas amplias algunos, y tristes o apenas atisbadas otros.

Luci empieza por nombrarlos y acaba por gritarles. Se levanta, y Tania la usa como escudo, unas veces a su espalda, otras de frente, mientras Óscar da vueltas alrededor de ella, unas veces en el sentido de las agujas del reloj y otras en contra. Tania y Óscar terminan uniendo sus frentes en un golpe sonadísimo. Ninguno de los dos llora, pero más que nada por no terminar de una forma tan ridícula el juego que han empezado.

Justo tras el choque, aparece Ángela.

--Oscar, Tania, vais a ver a vuestro padre. Vamos.

Pero Luci le cuenta lo sucedido y Ángela mira a Tania y sube el flequillo de Óscar hasta convertirlo en una cresta.

--Tienes un chichón. Vamos a buscar algún médico.

Tania pregunta:

--¿Cómo está papá? Ángela la toma de una mano y aprieta fuerte.

--Ahora lo vas a ver.

Y entonces susurra, triste, "os quiero".

Y los niños fingen que no la escuchan.

domingo, 7 de diciembre de 2008

El amor de tu vida

Dicen que el amor de tu vida es áquel que te quedas para siempre.

No.

El amor de tu vida es el que te hace llorar hasta que quedas seco. Puede que después encuentres un refugio entre tanta lluvia, alguien a quien te acostumbres de tal forma que ya no puedas pensarte sin él. Pero el amor de tu vida no es ese, es otro. Es áquel, dijo Cernuda, cuyo nombre no puedes oír sin escalofrío, por el que irías al infierno, por el que ya fuiste al infierno una vez. Y no querrías volver ese lugar, pero sí a él. O no. No lo sabes.

Estás pensativa hoy, fría con todos, sientes que tu cicatriz, ya invisible, puede abrirse otra vez. Lo viste, intercambiaste un par de impresiones con él, os pusisteis al día, él con mujer y niño, tú con marido y niña, los dos en esa rutina que nunca soñasteis cuando soñabais con conquistar juntos el mundo, él y tú.

Dejas de lado tus sentimientos, eso es pasado, piensas, y piensas fría, matemática. No, no, ahora sí eres feliz, quizás no has conquistado nada, pero tampoco la vida consiste en eso y de joven eres inconsciente, no ves claro. Sientes nostalgia del pasado, pero no cambiarías nada ahora, ahora no. Ahora ya, en realidad, no lo echas de menos, es decir, no lo echas de menos como para ser suya otra vez, lo cual es novedoso, porque muchos años después de abandonarte todavía sentías en sueños el rumor de su voz en sus oídos, y eso era una pesadilla al despertar.

Sin embargo, hay una cosa que harías ahora mismo, sin dilación, y sientes la necesidad animal de hacerlo. Un abrazo, un abrazo, nada más que eso, un abrazo largo, profundo, que te deje en un estado tal de relajación que hasta tengas sueño. Eso es lo único que echas de menos...

sábado, 6 de diciembre de 2008

Ventrílocuo

Pongamos que esta vez sí sitúo mi cuento en un tiempo y un lugar. Tiempo: por ejemplo, un día cualquiera de diciembre, víspera de Navidad. Lugar: la calle Sierpes, en Sevilla.

Pongamos que pasa lo que pasa todos los días por esas fechas. Unos cientos o unos miles de personas pasean por Sierpes entre luces festivas y envoltorios de regalos. Jóvenes de una parroquia cantan villancicos al son de una guitarra. Una mujer disfrazada de Papa Noel reparte la publicidad de una óptica entre los viandantes. Se ha colado en la Navidad un pistolero del oeste pintado de blanco: sólo empuña su arma cuando alguien hace sonar sus monedas en su recipiente de hojalata. Tres ucranianos afinan dos violines y un arpa frente a la entrada del belén del Círculo Mercantil. A unos tres metros está Mario, el ventrílocuo.

Mario viste de esmoquin, chaqueta negra e inmaculada camisa blanca, y una pajarita roja púrpura que da el tono anticeremonioso al conjunto. En una caja de embalar con el sello Mercadona están sus 'amigos': el gato Puskis, negro, delgado y siempre con la sonrisa en la boca, un gato atípico, confiado y nada curioso; la rana Melqui, que dado su tamaño más bien parece un sapo, pero Mario interpretó, por su dulce ternura, que era rana, una rana gorda y solterona que busca alguien que ame sólo el interior; y la retorcida brujita Meri, una aprendiz de las artes oscuras famosa por absurdos trucos que hacen dudar de su magia. Y de que sea bruja.

Los tres llevan años trabajando con Mario, y Mario ya no sabe cómo hacer para atraer a un público ya muy cansado de los mismos chistes, de los mismos personajes, de la misma rutina. No quiere matarlos, porque sean útiles o no les ha cogido cariño y para Mario ya son como de la familia. Pero sabe que debe inventar algo nuevo, algo realmente sorprendente, algo que rompa con todo lo que ha sido el arte del ventrílocuo a lo largo de todos los siglos. Mario exagera, pero hay que entender que su imaginación siempre está desbordada.

Se le ocurrió la idea cuando, al llegar a su puesto habitual, contempló el escaparate de la zapatería. ¡Zapatos!, dijo. ¡Zapatos! ¡Zapatos!, repitió. Entro como un rayo en la tienda y pidió una caja, sólo una caja. Ese día actuó como todos los demás, pero no veía el momento de llegar a casa. A la noche, ya refugiado en su hogar, Mario esbozó con rotulador azul una boca, una nariz y unos ojos en la caja de zapatos. Con unas tijeras, y mucho cuidado, recortó sobre lo pintado e hizo colgar unas canicas diminutas en los ojos. En el hueco de la boca situó un trozo de gomaespuma, que, doblado hacia adentro, simulaba la cavidad bucal. Sólo quedaba un nombre y no se complicó mucho: zapi.

Zapi fue un éxito tal que Puskis, Melqui y Meri fueron desde entonces meras comparsas. Mario fue moldeando su personalidad: Zapi, por ejemplo, creía ser un guapo y atractivo actor de Hollywood y nunca se había mirado a un espejo. Zapi era galante, fanfarrón, con ribetes de viejo verde, tierno a veces, arisco otras. Zapi buscaba entre los paseantes de la calle Sierpes a su media naranja y una vez creyó encontrarla pero se ella se escabulló entre risas. Zapi salió una noche en televisión y fue fotografiado en prensa.

Todo cambió un día de enero, feo, de viento y lluvia feroz. Apenas había nadie por la calle y ni Mario sabía por qué había ido a trabajar. Se guareció bajo una marquesina y tomó a Zapi de su mano y lo hizo hablar y hablar, y algún alma de caridad se paró a mirar, pero pronto la calle se quedó vacía. Llovía a mares, y aún resguardado, Mario tenía su esmoquin empapado.

Cuando fue a mirar la caja de cartón para dejar a Zapi, vio estupefacto, unos metros más adelante, cómo puskis, Melqui y Meri corrían calle abajo, mojadísimos.

Mario sólo acertó a decir:

--¿Pero dónde vais? ¡Vais a coger una pulmonía!

Miró a Zapi y Zapi hizo: aaaachissss.

--Vamos a casa, antes de que te resfríes

Mario descolgó el teléfono y llamó a la Policía para denunciar que tres muñecos de peluche andaban sueltos por la ciudad, y que como no estaban bajo su supervisión no respondía de su comportamiento...

martes, 2 de diciembre de 2008

Microrrelato

--Laura, me voy a tomar un café.

Y partió rumbo a Buenos Aires para nunca más volver.